Vengo a proponerles un sueño: Spilligion

Con una asistencia discográfica perfecta entre el 2014 y el 2016, tuvieron que pasar cuatro años para que volvamos a tener un trabajo nuevo de Spillage Village como súper grupo. Tuvieron que pasar cuatro años y —aunque el regreso ya se venía prometiendo desde el 2019, con menos formalidad antes también, y había algunas grabaciones avanzadas— definitivamente tuvo que pasar todo lo que pasó en el 2020 y que la mentalidad que fraterniza al colectivo se mantenga, más que lúcida, como es habitual, seducida por el riesgo.

Spilligion, el nombre que materializa el esperado regreso, es mucho más que la musicalización de un año colmado de muerte, es decir, colmado de pulsión de vida. Es la contundente presencia de la muerte la que saca de su estado de inercia al acto de vivir. Esa convivencia con el colapso personal inminente es donde hoy se reafirma un cuerpo que siente, un cuerpo del que no somos dueños ni en un sentido propio ni en un sentido ciudadano: ahí donde la razón sugiere, el cuerpo como frontera personal con el mundo exterior genera su propia tensión, ahí donde el cuerpo como frontera personal se manifiesta, el Estado decide. Nada ajeno a lo habitual, solo que con una pandemia en escena esta rigurosidad se expone a volumen insoportable. Y sí, ni la tensión ni la definición evaden la cosa política, y menos la rosca política, claro.

Pero también es bajo esa cuestión indefinible de la angustia, eso que duele y no se sabe dónde, eso que quiero comer y —cuando lo como— no es exactamente lo que el antojo pedía, es con ese signo interrogatorio que hace ruido en la boca del estómago, la contractura del cuello, lo que anida en la espalda pero que, aún sin poder descifrar, nunca es realmente eso que duele. Es también en ese no saber ni poder dar forma que nos reafirmamos vivos y que se nos empuja a una puesta en 0 que patea todo lo que la modernidad de este siglo construyó como base. Una base performática por excelencia, en la cual lo saludable es el estado anímico positivo en forma lineal, una oda constante a la felicidad, una naturaleza idealizada, un amor que no duele, un hacer todo con amor, un soltar que no contempla procesos y florece como consejo de superación, una lectura reducida a “buenos vs. malos”, es decir que compone nuevos punitivismos y replica viejas construcciones moralizantes. Un exceso de ruidos sociales que diagnostican a la intimidad y al silencio como patologías, un exceso de ruidos sociales que construye la fantasía de un estar con otros sin detenerse en el tipo de vinculación por excelencia de la época: todo es un paso permanente por el yo, todo es habitar una virtualidad que ya prácticamente no tiene nada que ver con lo online, sino con una posición de vida que toma con supremacía todo aquello que requiere cuerpo, o sea, afecto y efecto. En definitiva, el estado de conflicto permanente y propio de ser sujetos sociales.

Entonces, el año colmado de muerte y de pulsión de vida está ahí a mano para reorganizar no solo prioridades, también conceptos, visiones e imaginarios colectivos. Un año mundial que parece hecho para graficar lo que Renata Salecl ya nos advertía en su indispensable libro Angustia cuando planteaba que la dictadura de la felicidad, la cultura de la (hiper)productividad y falsa autogestión, las cuales, además, nunca no están retroalimentando los narcisismos de este tiempo, más los estados de fascinaciones que no trascienden la estadía de la fantasía, la banalización que, incluso, banaliza lo banal, entre otros tantos mandatos modernos que mantienen este tipo de discurso, llevan a la angustia a una potencia de excesos cada vez más problemáticos y complejos porque —al ser negada, anulada, evadida, no reconocida— la agudizan y alimentan su crecimiento. “Por desgracia, el aumento de angustia contribuye al statu quo, porque quienes están constantemente preocupados por su propio bienestar no suelen desafiar los mecanismos del poder”, explica la autora descifrando por qué el mercado se interesó en rastrear lo espiritual y construir una espiritualidad a su medida. Salecl, que desentrama cómo ese «propio bienestar» solo remite a un individualismo que construye soledades (aislamientos) internas más que físicos, concluye que “una sociedad sin angustia sería un lugar muy peligroso en el que vivir”, y en este contexto podemos parafrasearla así: una sociedad que no reconoce su angustia provoca nuevas formas de peligros sobre el peligro en sí mismo.

Jurdan Bryant, Earthgang, Mereba, J.I.D, 6lack, Benji, Hollywood

Spilligion no solo es el reconocimiento de una angustia pandémica y de un clima social enardecido, es también un nuevo capítulo más en la línea que ellos mismos vienen proponiendo desde hace años sobre la angustia generacional y la desestigmatización de la salud mental, y si bien siempre giran en torno a lo racial, esa percepción racial también se fue ampliando a medida que esa conciencia negra fue creciendo y madurando. Pero hay algo que hace aún más poderoso a Spilligion en este sentido, y es que trasciende toda comprensión de un momento histórico: Spilligion no te lo cuenta, no te lo explica, no te lo muestra, tan inexorable como conscientemente encarna ese momento.

Si la pandemia dejó sin metáfora las desigualdades estructurales, el racismo, alma mater de esas estructuras, más temprano que tarde liberaría demandas muy específicas. Lo que no imaginábamos era que el racismo institucional, en su expresión más obscena, como es un policía con la rodilla al cuello de un hombre negro para asfixiarlo hasta dejarlo sin vida, sería la erupción que invertiría la agenda: el racismo no ganó titulares por las desigualdades estructurales, el racismo ganó titulares por una explosión popular de antirracismo, explosión en el sentido más feliz posible, sentido que danza entre el desahogo y la conciencia, legados y tradiciones que nos recuerdan que la condición política es la que los mantiene en un perpetuo presente como herramienta de articulación vital. El antirracismo norteamericano logró adhesiones históricas, todos los medios coinciden en que es un tiempo de mayorías amplias, sin embargo, así como no hubo un día desde finales de abril sin manifestaciones callejeras, tampoco hubo días sin asesinatos en manos de la policía y el terrorismo racial se volvió, para más, discurso oficial, a pesar de la caótica manera en la que Trump quiere disimular lo indisimulable.

Todavía algunos especialistas estaban pecando de ingenuos —proclamando la caída del capitalismo y el inicio de una nueva normalidad como luz al final del túnel, sin siquiera atreverse a pensar la idea de lo normal— cuando la pandemia aterrizó en continente americano y esas estructuras desguazadas ya estaban hablándonos. Los especialistas estaban pecando de ingenuos o haciendo lo que mejor saben hacer: fallar en las lecturas. Y se falla en las lecturas cuando se quiere enseñar algo que todavía no sucedió sin tener en cuenta procesos históricos, dicho de otra manera, cuando se quiere enseñar lo que no se sabe. Porque esa ansia no es más que una revelación de ignorancia en cuanto a cómo algunas voces conciben el pasado y en cuanto a cómo conciben el trabajo de comunicar. Tan mal de época el apuro, la cultura de la primicia llevada al lugar de lo ridículo, que José Becerra en su magnífico El artista más grande del mundo advierte cómo viene creciendo la incapacidad de relacionarse con la experiencia lectora, “que no es otra cosa que la experiencia de esperar”. Y entre esas mismas páginas, ya que estamos ahí, también ilumina con definiciones que tranquilamente podrán ser el epitafio de este año: “Muchos especialistas, estúpidos que hablan de un solo tema, hicieron sus pronósticos. Dijeron cualquier cosa, como siempre que hablan de futuro”.

Entonces acá aparece el ramo de hechos inéditos que representa Spilligion. Ante todo, un grupo de jóvenes que no temen a la experiencia lectora, y eso se ve en sus obras en conjunto como en las separadas. Es desde esa capacidad lectora que obran una expresión contracultural que descifra de una forma tan brutal los relatos de época que rompe toda lectura temporal, y lo hace codeándose en la corriente principal. Parece una contradicción, pero es la actitud y su concepto lo que los ubica en la instancia de lo inédito y lo contracultural: en una época abanderada de cinismo, Spillage Village tiene la sensibilidad a flor de piel para reconocerse en el lugar y momento histórico. Hacen cuerpo la falta, hacen voz la tragedia, hacen obra el duelo, hacen que la idea de lo espiritual vuelva al lugar del que nunca se debería haber ido: el pueblo, un pueblo que se compone y reconoce desde la más genuina noción de la interdependencia, o sea, de lo comunitario. Es exactamente el sentido opuesto al góspel que ofrece Kanye West y que convierte a su Jesus is King en una ofrenda al mercado, un Jesús que aparece como un guiño constante en una reencarnación que es, ni más ni menos, su primera persona. Dicho en otras palabras, Spilligion es el héroe colectivo, el héroe colectivo que tan bien conceptualiza D’Angelo en ese Black Messiah que no es un alguien en particular, sino que somos nosotros, somos cada uno de nosotros. Por eso los acontecimientos se suceden en esa casa de Dios que llamamos iglesia, y que ilumina y arde porque acá los muchos Jesús liberan, no culpan ni castigan. Y la liberación es en tanto y en cuanto haya otros. Jesus is King es el emprendedurismo por excelencia, la uberización del espíritu. Es el hijo de ese Dios que se le presenta y lo amenaza, que le promete el peor de los castigos, y eso, según él, es lo que lo salva. O sea, el miedo a lo que puede acontecer. Un miedo que se traduce, también, en esa soledad de uno frente al Dios omnipotente, omnisciente, omnipresente.

La religión, la relación con un Dios o, como en este caso, una integración de diferentes deidades negras y mitologías que construyen el sentido espiritual, con toda implicancia de espíritu, o sea, de acción, aparecen en el hip hop desde que el hip hop es hip hop. Lo hemos escrito hasta el cansancio: el hip hip no solo es una sub-cultura de la cultura negra, se construye como cultura en sí misma integrando la historia política, social y cultural del pueblo afroestadounidense y de la afrodescendencia americana. Toma todas las músicas anteriores que, a su vez, también fueron un registro del clima de su tiempo, y cada etapa del hip hop se ve totalmente atravesada por la coyuntura porque su lugar de ser es la calle, son las bases populares. Todo lo demás es no solo excepcional, no solo minoritario, sino un efecto de. Y el inicio de todo este linaje es el góspel, un góspel que en este álbum protegido por Dreamville y con todas las fichas para quedarse con la corona del año, goza de buena salud.

Frente a la narrativa del siglo XXI, con militancias que confunden espiritual con religioso, que hace una lectura única de las religiones, que se abanderan en slogans progresistas cayendo en paternalismos insensatos, no solo porque adoran hablar (erradamente) en nombre de otros, sino porque exponen la propia incapacidad de abordar un tema en el que —para ellos— fe, religión, espiritual, creencias, iglesias, Dios, dioses, Jesús, todo es lo mismo. En una época que no construye intimidad, que ridiculiza la ritualidad, que no intenta comprender más allá de lo estereotipado e institucional las ideas de oración, de creer, de bendecir, de un ruego sostenido que muchas contiene un mero grito de auxilio o un agradecimiento tan infinito que no entra en palabras terrenales, parece imposible que adviertan como la creación a la que nos exponemos cada día, no solo en términos creativos, aunque por supuesto que también, es ni más ni menos que un reflejo de nuestro espíritu y nuestro ejercicio espiritual.

Es frente a todo este relato predominante, peligroso, fácilmente convertible en canalizador de fascismos, que Spillage Village propone un volver a la fe como móvil supremo para hacer comunidad. Porque sin comunidad quedamos en manos de la sociedad de individuos, de la literatura del yo como fuente para hacer normas de convivencia. La creencia individual no solo que es pura reinterpretación, también es propaganda. En cambio, la creencia comunitaria es el despertar de la fe, es decir, un ejercicio de pensamiento y acción en el que todos tenemos en claro que nadie se salva solo pero no desde una idea revolucionaria colectiva, no hay tiempo para esas utopías ya, sino desde el gesto concreto de ser sujetos sociales. Es una idea ordenadora, una idea de orden en torno al respeto humanitario que busca organizar la desesperación, unir —antes que las fuerzas— las vulnerabilidades y reparar lazos que garanticen la llegada al próximo amanecer. Y esa es toda la idea de futuro, un futuro mínimo que es simplemente un despertar inmediato, un despertar que sea otro día más en esta tierra, o sea, un estar vivos que se traduce en un pedido político: que ningún policía ponga su rodilla en mi cuello, que nadie ponga nada sobre mi cuerpo ni dude de la potencia de mi cuerpo, Soy Negro/a. Pensar en un pasado mañana, en este mundo, es privilegio de blancos, privilegio festejado abiertamente por supremacistas y sostenido sistemáticamente por progresistas, ya hoy, prácticamente, transversales a todos los sentidos partidarios, que apelan a su conciencia limpia a fuerza de buenas intenciones. Como si las buenas intenciones no fueran un ala del voluntarismo, o sea, de la nada que se necesita para que cambie todo lo que exactamente logrará que nada cambie.

Si la obsesión por el futuro —en términos políticos y culturales— no es más que una abstracción conservadora y superficial, hay en esa pasión por la futurología un hablar mucho para no decir nada y evadir posicionamientos (cuando no responsabilidades) en presente. Un presente que aún no tenemos, porque lo único que tenemos es el pasado, que como dice Faulkner, “nunca está muerto, ni siquiera es pasado”. Pero si aun así quisiéramos sostener las medidas temporales impuestas, lo más cerca a esa idea es un “siempre es hoy”, porque reconoce ese pasado no muerto y ve al futuro ya en ese pasado no muerto. Es ahí mismo donde Spillage Village se para para reafirmar su mensaje. Un mensaje que se puede redondear en un “somos todos jóvenes negros que sabemos que podemos morir, todos conocemos a alguien asesinado por racismo, pero, sin embargo, no solo vamos a resistir, también acá estamos: vivos, juntos, compartiendo el fuego, haciendo música”, pero ese redondeo no sería del todo justo si no se tiene en cuenta los desdobles que ellos proponen atravesados por la conciencia negra, término acuñado por el gran Steve Biko, uno de los conceptos fundacionales y esenciales del partido Pantera Negra y base de la interseccionalidad. La conciencia negra nos recuerda la condición social, política y cultural de la variable raza, es una caracterización más aguda de lo que Frantz Fanon evoca en su idea de “unidad de los tercermundismos” y nos advierte que Negro (también) es aquel que es perseguido políticamente, explotado económicamente y marginado socialmente.

 “Y cuando se prende un fuego y se juntan seis, dice Florencio Novoa, si cuatro no son cantores, son los seis”, escribe Rodolfo Walsh en Mataderos y su gente, y aunque parezca una cita caprichosa podría ser el epígrafe espiritual de cómo se hizo el disco, pero incluso cómo nace el colectivo. La escena de Walsh es una especie de reminiscencia universal, atemporal, ancestral que no solo funciona como imagen espejo de los nacimientos de las músicas populares, espirituales por excelencia sin necesidad de caer en enunciados tales, y más allá de cualquier geografía y más acá de las similitudes raciales y de clase, sino que también resume muy bien la trama conceptual de Spilligion, el trabajo visual que acompaña a esa trama, y la razón de ser de Spillage Village, un proyecto que nace en las habitaciones universitarias. Un súper grupo compuesto por amigos de secundarios, varios pares de hermanos, varios pares de amigos de toda la vida, todos oriundos de ciudades claves en el nacimiento, desarrollo y sostenimiento del tono que traza a la comunidad afrodescendiente en Estados Unidos, y que no inocentemente son minimizadas a la hora de hacerles valer su hip hop. Un hip hop que no responde a ciertos purismos —spoiler: demandas y métricas principalmente neoyorkinas, oídos blancos y el siempre blanqueamiento exigido para ser aceptados por medios— justamente por ese trazo histórico que marcó a ciudades como Atlanta, Alabama y Baltimore.

No hay a lo largo de los doce temas ni en la cocina del disco algo que ellos no hayan hecho antes: ya fueron convivientes, ya hicieron viajes, pasaron noches de resistencia, insomnio o simple distracción a pura competencia de juegos de mesa, ya tuvieron noches de exceso, tanto en boliches como en sillones de casas perdidas o colchones tirados “por ahí”, todo bajo una cuidada y creciente nube de humo. Ya hicieron todo esto y tanto más porque ellos mismos toman como activismo dentro del hip hop que surjan más colectivos como el de ellos, colectivos que en realidad son comunidad: ese es básicamente su proyecto. Un espíritu de fogón permanente en el que la canción emerge como bálsamo, como desahogo, como encuentro con los otros. Pero con los pies tan literalmente clavados en la tierra, quizás por eso la espiritualidad tan en alto, que se permiten preguntarse y dudar si realmente es importante hacer música en un momento así. Hacer música en un sentido acabado, en un sentido producto/objeto, es decir, disco. Porque la música está en ellos aún si no quisieran. Y por suerte, o por bendición, la capacidad de riesgo también. Quizás porque ya saben que nadie se salva solo. “Entonces, toma mis manos y baila conmigo esta noche. Dicen que estamos a punto de morir y tal vez sea un poco de amor lo que todos estamos tratando de encontrar”.