1/ Un golpe. Una caída estrepitosa. Un alarido.
Patrick Ewing, la estrella de los New York Knicks, uno de los jugadores mejor pagos de la NBA, gritaba de dolor. Unos segundos antes, el rechoncho pivote reserva de los Milwaukee Bucks, Andrew Lang, le había cometido una violenta falta. La caída había provocado que su muñeca quedara hecha añicos bajo su propio peso. Una lesión más sobre un cuerpo maltrecho, otra herida de muerte para un equipo acostumbrado a sufrir (y eso que todavía ni sabían lo que sobrevendría en los años venideros).
Los Knicks habían iniciado esa temporada con 15 victorias y 10 derrotas, sin lucirse pero sin sobresaltos. A la sombra de los omnipotentes Bulls de Michael Jordan y batallando contra los emergentes Heat de Alonzo Mourning y Tim Hardaway, los Pacers del odiado Reggie Miller, los Hawks de Dikembe Mutombo o los Hornets de Glen Rice. La lesión de su máxima figura auguraba lo peor.
Contra todo pronóstico, y en una imagen que ha sido alimentada a lo largo de los años, sus compañeros se crecieron en la adversidad. Los jóvenes Allan Houston y Larry Johnson asumieron las responsabilidades ofensivas de un equipo que durante mucho tiempo había carecido de talento en ese lado de la cancha, mientras Charlie Ward se consolidaba en el lado defensivo. Los escuderos históricos de Ewing también dieron un paso adelante, John Starks como un sexto hombre rendidor y Charles Oakley asumiendo la mochila de marcar a los pivotes rivales a modo de testaferro del malogrado líder. Los New York Knicks lograron pasar el mal trago de la lesión de Ewing y, con un saldo de 43 triunfos y 39 derrotas, clasificaron a playoff como séptimos en la conferencia del Este, contra el pronóstico de propios y extraños.
El resultado inesperado de ese equipo huérfano, al que otrora muchos amaban criticar por su estilo hosco y falta de talento, sirvió para que se montara una de las campañas más eficaces, y tal vez más injustas, de la historia reciente de la NBA: el llamado “Ewing effect”. Esa calumnia disfrazada de análisis popularizada por el periodista Bill Simmons señalaba, en términos generales, que tanto sus compañeros como su equipo jugaban mejor sin la presencia del veterano pivote que estaba, a todas luces, sobrevalorado. En un solo movimiento, cuestionaban tanto su talento como jugador como sus dotes de liderazgo. Que concentraba demasiado juego, que ralentizaba el ritmo, que era un perdedor irredento, que vivía lesionado, que era incapaz de hacer frente a los mejores jugadores de la competición. Para colmo, era el presidente del Sindicato de Jugadores. En fin, cada insulto, cada descalificación, era un clavo en la cruz de ese jamaiquino de siete pies que todos (o muchos) amaban descalificar.
Pero los Knicks de entonces no eran la extraviada franquicia que vemos en la actualidad, más célebre por sus escándalos que por sus resultados, errática y perdedora. Primero Pat Riley y luego Jeff Van Gundy, ese entrenador calvo de vejez prematura y ojeras profundas, habían impuesto una cultura al equipo de la que habían carecido tras los demasiado lejanos triunfos de la década del 70. Un equipo batallador, sin demasiado talento, pero con mucho amor propio. Que fue durante una década un hueso duro de roer para todos y cada uno de sus rivales. Sobrevalorado o no, Ewing era el alma de ese equipo. Tras su salida, los Knicks han deambulado por el desierto, con muchas más penas que gloria. Quizá, como el periodista Tommy Beer se ha encargado recientemente de desmontar, el “Ewing effect” no era más que una patraña, una que hablaba más de los odios que despertaba Ewing que de sus defectos.

Pat en la Universidad de Georgetown celebra después de derrotar a la Universidad de Houston en la Final de la NCAA en el Kingdome en Seattle. Abril, 1984. Foto del archivo de la Universidad de Georgetown
2/ El verdadero rival: el racismo
Lo estamos viendo ahora mismo: el racismo en Estados Unidos, además de ser estructural e institucional, como en todas partes, es una narrativa cotidiana constante, una narrativa en sí misma que interviene en la actualidad de forma continua y en simultáneo a diferentes agendas. Todo el tiempo está ahí, todo el tiempo puede pasar algo, todo el tiempo puede haber reacciones a ese algo que pasó.
Esto ya nos da la pauta de lo inevitable: Patrick Ewing sufrió el racismo. Llegado de Jamaica e instalado en las afueras de Boston, su altura y su andar desgarbado hacían imposible que pasara desapercibido. Cualidad que se vuelve enfáticamente peligrosa si sos negro y migrante.
Mike Jarvis, su entrenador colegial, fue el primero que lo tomó en serio. Le inculcó los fundamentos del juego y lo protegió, le enseñó a responder con talento a los agravios y los insultos. Luego, John Thompson, en la conservadora universidad de Georgetown en Washington D.C., lo terminó de forjar como jugador y persona. El joven de inconfundible acento jamaiquino, de andar torpe y sonrisa ancha, se convertía en un talento generacional y objeto de deseo de todas las franquicias de la NBA. Pero los éxitos deportivos, que poco a poco se fueron sucediendo, estuvieron lejos de mitigar los agravios.
La historia de John Thompson merece un renglón aparte. Tras una brevísima carrera en la NBA, truncada por las lesiones, este imponente hombretón, de rostro amable y mirada entrecerrada, se dio a la tarea casi militante de dar lugar a los jóvenes afrodescendientes que otras instituciones rechazaban esgrimiendo pretextos varios, pero que finalmente se trataba de lo mismo: racismo. Thompson instaló una visión totalmente inclusiva y liberal en el proyecto deportivo de una universidad conservadora como era Georgetown. Su vocación, tanto deportiva como política, despertó suspicacias, y algunos críticos leían su proyecto como un modo de encubierto favoritismo. Esto llegó tan lejos que algunos, suena ridículo hasta mencionarlo, acusaron a Thompson de racista, racista de blancos.
La figura de Thompson en el banquillo de Georgetown (lugar que no casualmente hoy ocupa el propio Ewing) fue emblemática en una lucha que continúa y que por estos días suma capítulos históricos. Ofició de entrenador, tutor y protector de varias generaciones de jugadores, muchos de ellos blanco de pullas y burlas. Trabajó arduamente en convertir los agravios raciales en incentivos, en un motor de superación personal. El estigma como una bandera de lucha. Así, el joven jamaiquino no perdió su risa contagiosa, y en ese andar aniñado, convirtió la adversidad en su fuente de fortaleza. Los “Ewing no puede leer esto” que se multiplicaban en las pancartas rivales fueron usados por Thompson como alimento para el carácter de Pat, quien años después daría un paso adelante tanto dentro como fuera de la cancha.

Pat & John Thompson. 1985. AP Photo

En la presentación como entrenador de la universidad. Abril, 2017. Foto de Mitchell Layton
Quizá no podamos dimensionarlo, pero las agresiones que recibía Ewing iban mucho más allá de lo que creemos. Los insultos y silbatinas son pan de cada día en las canchas de cualquier deporte, lo sabemos, pero esto iba mucho más allá. Era una exaltación de los relatos fundacionales post abolición de la esclavitud, algunos formalizados en películas como El Nacimiento de una Nación, de 1915, dirigida por D. W. Griffith, en la que los hombres negros aparecían totalmente deshumanizados y asociados a la vida salvaje. Esta película fue impulsada por el gobierno de turno y constituyó, además del un nuevo despertar del KKK, un ideario sobre las anatomías y los intelectos de la comunidad afrodescendiente.
El joven Pat cometió el error de convertirse en un jugador dominante y eso era imperdonable en la racista Boston de los años setenta. En los partidos de preparatoria los padres y aficionados de sus rivales solían colgarle pancartas donde los comparaban con un primate y lo tildaban de analfabeto, incluso llegaron a arrojarle cáscaras de banana u otros desperdicios. No solo eso, tal y como comenta el propio Ewing: “Una de las primeras veces que sufrí el racismo fue cuando me mudé a Boston. Hubo muchas agresiones racistas contra mí en Cambridge Rindge & Latin School. Rompían nuestro autobús, rajaban los neumáticos y nos insultaban. Eso lo usé de combustible para ser mejor”. En la universidad de Georgetown la escena volvió a repetirse una y otra vez. Las dudas sobre la capacidad intelectual agitadas como improperios desde las tribunas intentaban herir al tímido y joven jugador, pero sus maestros le habían enseñado a lidiar con eso. Los ignorantes eran ellos. Ni mártir, ni héroe, Ewing simplemente prefirió correr el rostro como Mike Jarvis y John Thompson, sus padres deportivos, le habían enseñado: el juego era el mejor modo de responder a la violencia, siempre el juego.
Y vaya que respondió: tres veces campeón en la secundaria y tres veces finalista en la NCAA.
3/ “The New York Knicks, with the first pick, select: Patrick Ewing”
Esas fueron las palabras de David Stern que abrieron oficialmente el draft de 1985 y que fue célebre por muchos motivos. Se trató de la primera oportunidad en que se dirimieron los primeros puestos mediante un sorteo y, al mismo tiempo, fue origen de una de las teorías conspirativas predilectas de los fanáticos de la NBA: the Ewing conspiracy.
David Stern, ese pequeño y regordete hombrecito de gafas gruesas y media sonrisa constante, fue el ingeniero de la NBA tal y como la conocemos ahora. Y muchos, algunos con más suspicacia que otros, ven en el draft de 1985 la primera pieza (aunque, en realidad, la pieza clave había sido seleccionada el año anterior) de un andamiaje que convertirían a la NBA en una de las ligas deportivas más importantes del mundo y una verdadera máquina de generar dinero. La historia dice que, en una sola jugada, Stern había logrado desalentar lo que después se daría a conocer como tanking, es decir perder a propósito para conseguir un buen prospecto joven, y revitalizar a los alicaídos New York Knicks que padecían de las lesiones endémicas de su estrella Bernard King y deambulaban sin rumbo desde hacía una década. Stern quería insuflarle vida a la NBA y eso implicaba, según dicen las malas lenguas, reconstruir de los escombros a La Meca del básquet, la ciudad de New York.

Draft 1985
Los resultados no fueron ni inmediatos ni auspiciosos para los Knicks, con un plantel descompensado y anodino, ni tampoco para la liga, que veía como sus estrellas fulgurantes de la década del ‘80 se extinguían paulatinamente entre lesiones y escándalos, dando lugar al ascenso de unos Detroit Pistons tan entrañables como poco marketineros.
La era Jordan, inmortalizada en ese maravilloso documental titulado “The Last Dance”, fue también la era Ewing. Por suerte y por desgracia, los Knicks vivieron su segunda era dorada a la sombra del más grande. Pero el brillo de uno no debe opacar el del otro. La historia puso las cosas en su lugar y la camiseta 33 colgando en el techo del histórico Madison Square Garden.
4/ Dinero, dinero, dinero. Dinero, vil metal
La temporada 1998-1999 fue una de las más complicadas de la historia de la NBA. Si la 1997-98 fue el último baile, la 98-99 fue la primera resaca. El segundo retiro de Michael Jordan preanunció una negociación entre los dueños de los equipos y los jugadores que, desde el principio, se tornó sumamente difícil. Con amenazas cruzadas, extorsiones varias y negociaciones que mal podrían llamarse así, la NBA vivió su tiempo de mayor zozobra. La temporada de los 50 partidos, la del primer campeonato de los Spurs del inoxidable Greg Popovich, la que no tuvo su Juego de las Estrellas, en fin: la temporada del lockout.
Pero, ¿qué tiene que ver Patrick Ewing en todo esto? Ewing fue, cuándo no, el villano de esta historia, el líder de un sindicato inflexible y poco colaborativo, dominado por las estrellas y poco solidario con los trotamundos de la liga. La pelea, cuándo no, era por la coparticipación en las ganancias de una liga que había crecido mucho durante el apogeo de Michael Jordan y veía su horizonte inmediato con entusiasmo e incertidumbre. Detrás de la discusión sobre los topes salariales, la duración de los contratos, la política antidrogas, lo que se discutía era la repartija de los dividendos: “todo se trataba de dinero”. Jugadores de la NBA, uníos.
Ewing fue el blanco predilecto de las críticas, mientras Stern amenazaba con la suspensión de la temporada. Parece demasiada casualidad que la teoría del “Ewing effect” hiciera eclosión durante esos años. Al jugador sobrevalorado, que perjudica a su equipo y compañeros, encima se le ocurre ser un líder sindical. Habrase visto tamaña insolencia.

Adidas 1986
Y la liga se lo cobró, vaya si lo hizo. No solo fueron las campañas de desprestigio que sufrió, agitadas desde las oficinas y canalizadas a través de periodistas y colegas que manchaban su nombre cada vez que podían, sino que fueron mucho más allá. Los tiros por elevación y golpes bajos arreciaban por doquier. Ewing incluso fue víctima de una persecución judicial sin pies ni cabezas en la que es difícil no ver la larga mano de los poderosos dueños de la NBA. El veto prolongado que sufre para ocupar un puesto de head coach también tiene ese tufillo. Su dureza como líder sindical sigue cobrándole esa factura más de dos décadas después (a diferencia de Derek Fisher, tan amigo de los patrones como inepto como entrenador).
No sé si hay testimonio de eso, pero me animo a aventurar una hipótesis. Para Patrick Ewing ser líder de su sindicato fue mucho más que un concurso de popularidad o una carga pública que nadie quería asumir. Por su historia, por su vida, por su mochila cargada de agravios, fue también su oportunidad de alzar la voz, de tomar la palabra.
Ese gigantón, ladeado por sus hermanos guerreros Alonzo Mourning y Dikembe Mutombo, dio una batalla que estaba destinado a perder. Pero, como siempre, la dio.
5/ Rivales, enemigos, hermanos
Los New York Knicks fueron durante la década del ’90 un equipo aguerrido, temible en el lado defensivo y afecto al roce. Todo lo que no podía con talento, lo lograban con sacrificio y agresividad. Entrar a la pintura knickerbocker era una odisea solo para valientes u osados. Ewing lideraba una defensiva de rústicos defensores que, sin miedo al ridículo, desgastaban al rival de turno, sin importar el número de camiseta o el nombre propio que portaran. Charles Oakley, Anthony Mason o Anthony Bonner, primero, Larry Johnson, Marcus Camby o Kurt Thomas, después, representaban esa estirpe de guerreros, más voluntariosos que talentosos, pero más talentosos de lo que muchos les quieren conceder.
Ese estilo de juego, que permitió a los Knicks ser un equipo defensivo de elite durante una década, hacía que cada partido fuera un cúmulo de roces, empujones e insultos. Nadie pasaba indemne de una incursión al Madison Square Garden, siempre se llevaban algún recuerdo en forma de moretón o rasguño. Esto, en una NBA todavía poblada de matones insignes y lenguas viperinas, era una invitación al desastre. El pasaje de un juego agresivo y de contacto a una llana batalla campal requería solo la chispa adecuada, en segundos, la escaramuza de volvía batahola y ya era incontrolable.
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De entre las muchas batallas que los Knicks protagonizaron, al nivel de los más emblemáticos y celebrados Bad Boys Pistons, las más recordadas son, sin lugar a dudas, las que mantuvieron con los Miami Heat. Todo empezó con el cambio de vereda del icónico coach Pat Riley, quien había logrado colocar nuevamente a la franquicia neoyorkina en la elite e incluso llevarlos nuevamente a unas finales. Tras ello, el duelo, hasta entonces inexistente, se fraguó. Cuatro series de playoff seguidas resueltas en el último partido (tres para el lado de los Knicks y una para Miami), múltiples trifulcas con suspensiones y heridas incluidas, una enemistad manifiesta entre algunos de los jugadores, una rivalidad casi futbolera.
En el centro de la batalla, los mariscales de estos dos ejércitos deseosos de sangre eran dos gigantes: nuestro protagonista, Patrick Ewing, y Alonzo Mourning. Entre codazos y empujones, entre roces y rivalidades, entre batalla y batalla, estos guerreros se amaban en secreto. Hermanos de la vida, todo el sufrimiento que se prodigaban dentro de la duela, lo olvidaban fuera de ella. Esas batallas épicas, llenas de malicia y encono, ganan otro sentido al saber esto. El profesionalismo lleva a esos extremos, hasta a lastimar a quien más quieres. Pero la historia no termina allí.
Formados en la misma universidad, Ewing fue el faro y referente de Mourning (así como del tercer hermano: Dikembe Mutombo). Tutor y maestro, en el juego y en la vida. Padrino de uno de sus hijos, compañero en la lucha sindical, consejero y amigo. En el cénit de su carrera, y por tanto de su rivalidad, Alonzo Mourning recibió la peor de las noticias: una deficiencia renal, que requería un trasplante, podía terminar con su carrera y, tal vez, con su vida. Fue rival más duro, Patrick Ewing quien se propuso, sin pensarlo ni meditarlo dos veces, como donante. La hermandad refulgía en la adversidad, la rivalidad era solo un detalle en un amor fraternal tan sincero.
Finalmente Ewing no era compatible para donar. Sin embargo, la historia tuvo un final feliz. Mourning no solo pudo trasplantarse, sino que volvió a jugar y, tras algunos años, hacerse con el anillo de campeón de la NBA, ese que Ewing nunca consiguió.
En 2005, tras su retiro, los Knicks decidieron retirarle la camiseta a Patrick Ewing (el único que haya jugado con esa casaca más allá de la década del ’70). Entre los muchos invitados se encontraban sus entrenadores (John Thompson, Jeff Van Gundy), viejas glorias de los Knicks (Willis Reed, Walt Frazier, entre otros), ex compañeros, rivales emblemáticos (Michael Jordan incluido), pero el orador principal no fue otro que Alonzo Mourning, el rival hermano, el enemigo íntimo, el amigo eterno.

Alonzo Mourning, Dikembe Mutombo y Patrick Ewing para el fin de semana All Star de 1997. Foto de Andy Hayt
6/ El número 33
Patrick Ewing vivió opacado por la larga sombra de Michael Jordan, sus manos sin anillos así lo atestiguan. Pero el Hoya Destroya, como lo bautizaron en la universidad, también vivió a la sombra de muchos otros que, por distintos motivos, eran mejores que él. Incluso hoy día, cada vez que se ensaya un ranking o un listado, se cuestiona su presencia en él, la memoria basquetbolística ha sido muy injusta con un hombre acostumbrado a dar batallas. Se ve que esta será una más de ellas.
Lamentablemente para Ewing nunca contó con la elegancia de Hakeem Olajuwon, con la fortaleza física de David Robinson, con la potencia incontestable de Shaquille O’Neal. Incluso entre los vírgenes de campeonatos es cuestionado, no tenía el carisma de Charles Barkley, ni lidera estadísticas individuales como John Stockton, ni guarda trofeos de MVP en sus vitrinas como Karl Malone. Su figura, sus números, sus galones son siempre objetados con un “pero” presuroso que trata de rebajar sus méritos: era un pivote más, del montón.
Esta impugnación, curiosamente y alimentando algunas de las suspicacias que ya manifestamos, corre más por cuenta de ciertos periodistas y jugadores puntuales. La mayoría de sus compañeros, entrenadores y, muy especialmente, sus rivales lo reivindican. Cada uno elige con que voz quedarse. Su entrenador, Jeff Van Gundy, enojado con la campaña de desprestigio, afirmó: “A veces, la gente de los Knicks tiene amnesia con respecto a lo bueno que era Ewing. La gente retrata un Ewing que desaparecía en los momentos decisivos, pero digo: espera, yo estaba ahí, recuerdo a ese tipo cargando al equipo a sus espaldas cada noche”.
Más emotivo todavía fue el testimonio de Shaquille O’Neal, uno de los mejores pivotes de la historia de la liga y actual comentarista de ESPN, que, entre lágrimas, sentenció: “Cuando hablan de los grandes, el nombre de Patrick Ewing nunca aparece, pero yo pongo el nombre de Patrick Ewing como uno de los más grandes. Fue un gran competidor, aunque nunca haya ganado un campeonato”. Como dicen en las películas: rest my case.
Como nos recuerda Tommy Beer, una de las pocas voces disonantes en el periodismo: “¿Qué importancia tuvo Ewing para la franquicia? Consideren esto: durante la Era Ewing, desde 1988 hasta el 2000 (12 temporadas), los Knicks ganaron 18 series y 81 juegos de playoffs. En las 20 temporadas siguientes, desde que los Knicks traspasaron a Patrick Ewing, New York ha ganado un total de una serie y nueve juegos de playoffs”. En esos años, los Knicks fuero el equipo más ganador de la conferencia Este, solo por detrás de los Bulls de Jordan. Vigencia y competitividad, dos palabras que hace años no se escuchan por el Madison. Eso sin hablar de sus números individuales, premios y reconocimientos. Solo un necio o un obcecado puede negarlo, pero que los hay, los hay.

Foto de Nathaniel S. Butler
El tiempo ha pasado. Ewing recorre desde hace años su carrera de entrenador, todavía sin lograr la confianza para ocupar el puesto principal en un equipo de NBA. A pesar del apoyo de consagrados como los hermanos Van Gundy o Tom Thibodeau, Pat todavía no ha recibido la oportunidad. Como todo en su vida, evidentemente, esto también requerirá de tesón y perseverencia. Las oportunidades aparecen, pero también se buscan, o más bien, se pelean.
Quizá tengamos la suerte de ver alguna vez a Big Fella en el banquillo de los Knicks, llevando otra vez al equipo de la Gran Manzana a lo más alto, quién sabe. Mientras tanto lo recordamos, como un rey sin corona, un luchador incansable, con más cicatrices que trofeos. Lo recordamos, como muchos, inmortalizado en una imagen icónica: Pat, de espaldas a la cámara, con sus brazos extendidos abraza un Madison repleto y exultante. Una imagen de tiempos felices que no supimos que lo eran, los buenos viejos tiempos que ya tardan demasiado en regresar.
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