El gangsta que canta cada día mejor

Nació Nathaniel Hale, pero se inmortalizó como Nate Dogg. Abrió los ojos bajo la pronunciación zodiacal del signo leo en 1969. El primer cielo que vio fue el de Long Beach, el mismo cielo californiano, específicamente el angelino, que vio parir y moldeó al g-funk como un manifiesto climático, en el más amplio sentido de lo que entendemos como un manifiesto climático, desde lo meteorológico hasta lo político, desde lo espiritual hasta lo erógeno.

Hijo de un pastor, su primer acercamiento a la música fue dentro del coro de la Iglesia Bautista New Hope. Tenía 16 años cuando dejó la escuela y se unió a los marines, servicio al que perteneció por los siguientes tres años. Así que su regreso a Long Beach fue justo a tiempo, tan exacto que parece orquestado por una llamada divina, o eso que algunos llaman destino o misión.

Estevan Oriol

Foto de Estevan Oriol

Corría 1988 cuando desde los suburbios de Compton una banda explosiva conquistaba el hip hop. Mejor dicho, no solo lo conquistaba, lo desacomodaba, le aportaba novedosas narrativas culturales y lo llevaba a un extremo de sublevación política. Le daba una nueva vida. Así, la Costa Oeste hacía propia una escena que -a pesar de su crecimiento y el empuje comercial ganado en la década del 80- se venía sintiendo todavía ajena para este lado del mapa.

213, en alusión al código de área de Long Beach, fue el primer proyecto con el que Nate Dogg aterrizó en el mundo del rap. El bautismo se dio en forma de trío, una confirmación de aquel llamado divino que se representaría a futuro como una santísima trinidad del g-funk junto a su primo Calvin Broadus y su amigo Warren Griffin, o bien, para la confianza de nuestros corazones, Snoop Dogg y Warren G.

Los tres rapeaban, pero Nate sumaba el toque de gracia que llevaría al movimiento a un clímax: su voz era una gema, dulce aun cuando los pasajes más duros ganaban fuerza, sensual a la hora del tinte amoroso y más aún del registro delictivo. Sensual desde el lugar más sensual de todos: sin resistencia ni impostura, suave, pero con personalidad. Ese elemento hacía magnético y amigable el lenguaje musical gangsta que Estados Unidos se desvelaba por censurar.

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Foto de Estevan Oriol

Cuando el demo de 213 llegó a Dr. Dre, enloqueció. Es que, una vez más, fue justo a tiempo. NWA era todo crisis, la asociación con Suge Knight emergía en el horizonte como una apuesta de salvación y ese demo era el chakra que faltaba para apurar el desencadenamiento de hechos que nos llevan al final/inicio feliz: The Chronic. Entonces, reforzando el trabajo que ya venía haciendo con The D.O.C., tirando todo el funk a la parrilla que todavía guardaba bajo la manga y conteniendo con inteligencia y audacia los versos de rap más brutales, Dr. Dre encontró en la voz de Nate Dogg el condimento que faltaba para que la fórmula del g-funk sea irresistible y eterna: los ganchos vocales más conmovedores y seductores.

El punto G del g-funk fue de tal forma su voz que, injustamente, en las lecturas rápidas sobre el hip hop quedó bastante fijado a ese rol. Su nombre era de los que se tienen que decir primero en un “pan y queso”, y lo decían. En determinada época y con determinaba búsqueda musical no hay tema que no incluya una colaboración de Nate Dogg. Mientras tanto, más allá del nicho, sus discos solistas no lograron tener un lugar propio con el peso que su figura significó. Pero su misión estaba en marcha, y su visión también, por eso mismo su cara flameó alto en la bandera de Death Row y hasta el día de hoy no solo que su influencia es innegable, también es reconocible.

Su momento cumbre fue en 1994. Un año cumbre dentro de la década dorada. Un año cumbre y una década dorada también gracias a la expansión que se dio de la mano del cine: el hip hop copaba los guiones, los documentales y los soundtracks. Death Row, que monopolizó bastante el asunto de las bandas sonoras, fue el responsable musical de Above the Rim, hoy ya convertida en un clásico impune a cualquier apreciación crítica. Una joyita inolvidable de este disco es Pour Out A Little Liquor, pero su trascendencia no fue ni es sorpresiva: Tupac protagonizaba la película y Thug Life venía estando en el centro de toda agenda. La sorpresa la protagonizaron Warren G y Nate Dogg, hasta ese momento gozadores de un éxito más bien localista y de gran reconocimiento entre pares, que se convirtieron en los protagonistas de todos los rankings con el pegadizo y bailable Regulate. Entre los versos que se cantaron a lo largo y ancho de Estados Unidos e Inglaterra, y que les valió la nominación a los Grammy, Nate se regodeaba “If you know like I know / You don’t wanna step to this / It’s the G-Funk era / Funked out with a gangster twist”.

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En pleno lanzamiento de The Hard Way

La década continuó con él colaborando en diversos proyectos que, en perspectiva, construyeron un legado generoso en su impacto social y cultural. Las asociaciones con Tupac, Snoop Dogg y Warren G tendrán su lugar destacado en los altares del hip hop para siempre. Hizo carne la responsabilidad de plasmar el g-funk como un lenguaje y una forma de vida, apostó a documentar la escena en un momento clave: los 90 se derrumbaban entre duelos, traiciones y sobre las propias ruinas de Death Row. Por eso, sus compilaciones de g-funk funcionan no solo como una biografía musical o una enciclopedia del sonido del oeste, más bien constituyen una antropología westera. Aplicó la misma fórmula para el nuevo milenio y se mantuvo cerca de las nuevas generaciones y de los suyos. De hecho, finalmente le llegó el momento de realización a 213 y lanzaron The Hard Way. Además, la unión de fuerzas con 50 Cent y Eminem, bajo la no menor bendición de Dr. Dre, valorizó y revalidó el estilo cuando el movimiento más lo necesitaba. En definitiva, su ansia funk, su genética gangster y su aura gospelera configuraron una identidad propia que supo imponer e inspirar.

Cuando estaba todo dado para festejar que el g-funk al fin había encontrado su lugar en la primera década del siglo XXI, las noticias se pusieron feas de la manera menos esperada. Entre el 2007 y el 2008 tuvo dos accidentes cerebrovasculares, ambos lo dejaron con el cuerpo paralizado y logró recuperarse cada vez. Cada una de esas veces retomó las colaboraciones y sus proyectos. De hecho, en el 2009 comenzó a preparar su nuevo álbum, pero al año siguiente empezó a tener nuevas complicaciones.

Nate Dogg falleció el 15 de marzo del 2011, luego de un derrame cerebral, en Long Beach, bajo el mismo cielo que lo vio encantar a todos con su voz, romper los límites de una escena y convertirse en leyenda. Y si algo nos enseña la historia, y enfáticamente la historia del hip hop, es que las leyendas nunca mueren.