Corría septiembre de 1996 y el trío llegaba a la tapa de la Rolling Stone bajo este interrogante: Are the Fugees the future of rock & roll?
Siete meses antes, exactamente un 13 de febrero, habían lanzado su segundo álbum, The Score, y aunque todavía era demasiado pronto para saber que sería el último disco de estudio, lo que se escuchaba a lo largo de esa pieza esencial, que nos acerca una radiografía cultural tenaz, no solo de la comunidad racializada en Norteamérica y del hip hop, sino de la cultura latinoamericana en su más profunda y pura expresión, ya daba varias pautas irreversibles, empezando por la de una realidad que hoy parece naturalizada: la música nunca más sería la misma, y no en el sentido lógico de los cambios generacionales, las tendencias y los avances tecnológicos, sino en un sentido político. Y claro, ya promediaba la década globalizada.
A pesar de lo errático del interrogante que propone la Rolling Stone -a la que tampoco podemos pedirle demasiado teniendo en cuenta que, en cualquiera de sus versiones, no sabe desacomodarse de su lógica, no solo racial y de clase, sino periodística, limitando sus comprensiones a la zona confort que la tradición lectora del rubro, por no decir el mercado, impone- hay en su núcleo un eco que tiene mucha más fertilidad para desentramar hoy que en su momento.
Antes que nada, Fugees no fue el futuro del rock porque el futuro del rock depende del rock, lo que implica no estar en buenas manos. Ya no es novedad que el rock resultó ser conservador, no es novedad hoy porque no lo es hace décadas, incluso cuando salió esta tapa, solo que ahora, frente a la dinámica de un mundo explotado por el neoliberalismo, quedó más expuesto.
En este sentido podemos poner a dialogar la intimidad que se da entre el rock y el punk, al que el escritor Juan José Becerra bien llama conservadurismo de vanguardia: el espíritu contestatario, las desilusiones sociales, la frustración frente al sistema y todo el ideario furioso que alguna vez vivió en ellos fue más un fulgor de juventud que una necesidad de supervivencia real, y sobre todo, fue más bien compuesto de sueños con marcas individualistas. Por eso, los relatos que hoy vienen desde estas representaciones parecen más cercanas, cuando no lo son abiertamente, a las derechas, al espiritualismo de mercado o caen y se levantan en la meritocracia. En definitiva, como dice Roland Barthes, a la vanguardia lo que le molesta de la burguesía es su lenguaje, no su condición de burguesía. Así que, más que muertos el rock y el punk, lo que se murió es la idea de lo que eran: ya no hay disfraz. Lo que hay, claro, son algunas pocas excepciones. Y lo que la tapa de la revista evoca no es más que un abordaje de blanqueamiento, aún sabiendo que el hip hop no quiere ser el rock, a lo sumo se alimenta de esa camada de negros que llegaron al rock antes que el rock.

Foto de Lisa Leone
Por otro lado, también es errática esa interrogación porque no vislumbra la responsabilidad del mercado, y esto incluye industria y medios, en la forma en la que se fomentan las crisis de los géneros. Crisis que parten de una lectura errada de fuente: la música nunca es solamente lo que se escucha, es cultura. Ergo, esas crisis que plantean de los géneros, sea cual sea, en parte son una consecuencia más de la insostenibilidad de pensar la música, justamente, a través de géneros en un mundo que cambia demasiado rápido, pero que principalmente ya no tiene manera de escapar al tono y la tonalidad migrante, o sea de cruzadas, intercambios, mestizaje, multiculturalismo, y a su vez de una necesidad profunda identitaria, de reivindicar, reconstruir o mantener vivas las raíces. La globalización, abanderada en discursos de inclusión que borra realidades, potencia el salvajismo de un capital que expulsa y obliga a moverse constantemente, incluso en movimientos provinciales: ya no hay entornos fijos o perdurables, algo que ciertas comunidades, como las afroamericanas, lo vivenciaron desde la doctrina Jim Crow. O como explica el artista Daniel Santoro: se incluye a todos en un discurso porque se permite así la exclusión de los otros. En palabras de la antropóloga Rita Segato, los otros siempre son los sectores históricamente marginados y sus particularidades, solo que en este panorama la marginación va in crescendo. Con la globalización forzando un clima exclusivo, ¿qué mejor que reconocer bien esos márgenes sociales?
Así, mientras que nadie agita ni cuestiona que aún en el siglo XXI se sigan implementando cierto tipos de lecturas en nombre de la cultura, en este caso de la música y de una funcionalidad comercial, y mientras los géneros fuerzan una segregación y aspiran a cierta pureza que a simple vista se sugiere netamente sonora, pero que en la realidad funcionan como marca de personalidad sociológica, en la que algunos públicos de ciertos géneros correrán con más suerte que otros, porque a los sonidos que nacen de ciertos sectores sociales y puntos geográficos los espera un futuro de estigmatización, ridiculización, cuando no criminalización. Por suerte, la cultura desobedece, porque no piensa ni especula, simplemente emerge de una sociedad que está en tránsito perpetuo y que sobrevive definitivamente a través de la interseccionalidad, política y colectivamente hablando, y de los diversos mestizajes, social y culturalmente hablando.
Podemos decir, entonces, que Fugees resultó ser el futuro a secas. Pero no el futuro de la ciencia ficción ni del que impone la modernidad con eufemismos motivacionales que replican la idea cristiana del sufrir para alcanzar el cielo en algún momento. El futuro de Fugees es un futuro de raíz, mejor dicho, es una refundación de un pasado que vuelve amotinado frente a la actualidad neoliberal. Si bien principalmente es un pasado continental, a lo largo y ancho de la tierra de esta América conquistada y una vez arrasados y disminuidos los nativos, reforzada con los hombres y mujeres secuestrados de África, también plantea lo inevitable que es a nivel global el cruce universal de razas, tradiciones, costumbres, lenguaje, etcétera. Por eso su música suena siempre por fuera de toda línea temporal pero se ubica claramente en una geografía ritualista, de rondas alrededor de fuegos, de noches profundas no tanto como signo de nocturnidad sino de sabiduría y reflexión, por eso sus silencios no significan que hay personas calladas, sino que hay encuentros, o reencuentros esenciales, y una respiración en común.

Foto de Al Pereira
Los Fugees en los 90 ya nos advertía que la salida posible a este mundo de hoy era combatir la supremacía en todas sus formas para poder llegar al fondo, más aún, enfrentar el purismo incluso entre los puristas propios. Lo que nos plantean musicalmente es un sentido comunitario expansivo, romper lo sectorial. Los activistas revolucionarios plantearon más incansablemente que “Negro se hace”, la Conciencia Negra se despierta, porque el Negro en realidad nace y se educa “a lo blanco”. Lo mismo vale para Latinoamérica, una región de goce aspiracional con la mirada puesta en Norteamérica, y se necesitaría más de una nota aparte para detallar lo que ocurre en Argentina puntualmente, un país con una negación institucionalizada de su racismo, que mira a los países vecinos autopercibiéndose “la Europa” del continente. Atrás de estas peculiaridades, hay un síntoma común que los Fugees vieron.
En este sentido, The Score se vuelve una obra maestra esencial y ejemplar, disruptiva y constructiva, atrevida e irreverente incluso dentro del propio hip hop, que todavía miraba de reojo al reggae, que limitaba lo latino a su clímax más picante, salsero, y que peca de lo que suele pecar el afroamericano promedio: sentirse más negro y más víctima de un sistema que de otro, como si la competencia del dolor y opresión fuera la salida.
Opuestamente a esas ideas, The Score refuerza la incomodidad entre los propios porque apela a otro origen: antes del gospel esta tierra también tuvo su propio canto de dolor. Esto significa que la historia de opresión y el deseo de liberación que el trío traza empieza con la conquista del continente, recuerdan que lo que llaman América es solamente Estados Unidos y que la verdadera América, de norte a sur, no es enemiga de África, sino que están hermanadas por las heridas de la conquista, el colonialismo y el imperialismo. De ahí leen que la globalización no es más que una nueva forma de estos sistemas para instaurar las prácticas de explotación más atroces: antes la matanza era salvaje y la segregación era visualmente obvia, ahora todo ocurre “suavemente” (¿o realmente creyeron que el rescate de ese tema hermoso y dulzón que es Killing Me Softly tenía un sentido romántico? ¿por qué entonces repetirían el verso maestro, “matándome suavemente”, a lo largo de todo el disco entre frases que apuntan al hambre, a la explotación laboral, la violencia racial?). Un subrayado más: ese “suavemente” que va y viene a través de las canciones, y que funciona también como un “disimuladamente”, es una invitación a ver bien, a ver que ya ni siquiera se necesitan balas para matar en nombre de la supremacía.
Wyclef Jean, que se cansó de explicar que la máxima inspiración era Bob Marley, porque su música expresaba muy bien el dolor de una tierra invadida y herida, pero jamás vencida, su primo Pras y la siempre adorada y brava Ms. Lauryn Hill buscaron hacer un hip hop que descentralice la idea de lo afronorteamericano para poder tocar todas las fronteras y ese síntoma en común detrás de la particularidad. Y no solo lo consiguieron, lo consiguieron de tal forma que si miramos en perspectiva podemos decir que, más que un presidente negro, más que una entrega de premios desbordantes de mensajes superficiales, la gran apuesta multicultural, reforzada en las memorias particularidades y no en igualdades generalizadas, la dieron ellos hace 24 años y el mundo moderno todavía no pudo llegar a descifrar la clave de emancipación que entre canciones nos propusieron. Una emancipación que se definirá entre un futuro que nos encuentre mestizados o un futuro dominante de genocidios raciales y étnicos en manos de los mismos que nos exigen ver como prioridad salvar el planeta. El desafío de una era gamer que toma los enunciados como campos de batalla sin conocer las reglas del juego. Un juego con más de 500 años de historia.
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