Desde el New York Times lo describieron como el «único museo hecho solo de paredes que está abierto las 24 horas y es gratis». Renée Vara, experta en arte contemporáneo de la Universidad de Nueva York, fue un paso más allá y lo comparó con La Capilla Sixtina de Miguel Ángel, “la única diferencia es el contexto”. Para todos, el 5 Pointz era conocido mundialmente como La Meca del Grafiti.
La historia comienza en 1892, cuando Neptune Meter Company encontró en Queens el espacio ideal para levantar la estructura que le permitiera instalarse con sus modernos medidores de agua. Sin demasiada aspiración arquitectónica, el edificio representaba más bien el orgullo popular de la expansión arengada por el fordismo. El galpón funcionó activamente hasta poco más de la mitad del siglo XX, coincidiendo con la debacle industrial de la Costa Este. Diez años después de haber sido abandonado por Neptune, ya metiéndonos en los revolucionarios 60/70, el edificio es comprado por un joven y prometedor empresario inmobiliario, Jerry Wolkoff. No era un buen momento para hacer negocios urbanos por varias razones, pero ya empezaba a idearse la Nueva York del futuro y él podía darse el lujo de esperar el momento ideal para hacer de esa inversión un gran triunfo comercial.
En paralelo, nuevas culturas emergían y, desde el primer momento que el grafiti comenzó a ganar territorio, el viejo edificio, sus grandes paredes irrumpiendo en la vista abierta como muros, los pasillos con techos altos y columnas laberintosas, todo ese espacio vacío que permitía algún tipo de escondite fue irresistible para los artistas. Entre idas y vueltas, Wolkoff decidió dárselos para que lo mantengan como sus talleres de arte.
El destino de la fábrica terminaría de tomar forma durante la década del 90. Y no lo haría de una manera completamente feliz para la esencia de la cultura urbana. Porque si bien el nacimiento del hip hop como cultura se da en plena comunión con el grafiti, la aceptación de ambos como expresión artística tuvieron desarrollos diferentes. Mientras que musicalmente es un género revolucionario indiscutido, aún hoy el arte callejero sigue siendo considerado delito, y cuando no, minimizado. Y es desde estas lecturas criminalizadoras que Pat DiLillo, el elegido por Wolkoff para gestionar su espacio durante la Época Dorada, funda Graffitti Terminators en 1992, y lo hace con una sola finalidad, la de no solo darle legitimidad al grafiti, sino que se legalice hacerlo dentro del ex Neptune, lo cual institucionalizaría la actividad, o sea, manipularía el mensaje. De hecho, para lograr esa mutación era necesario separar el grafiti del ideario pandillero.
Una vez que DiLillo tuvo las llaves del viejo edificio lo llamó Phun Phactory e instaló un nuevo mecanismo de gestión y varios condicionamientos. Algunos lógicos de lo que es una cura de espacio que, aunque se presentara como público, era privado. Esto sería, por ejemplo, que aquellos que quisieran sumarse y dejar su huella en alguna pared tendrían que enviar fotografías de trabajos anteriores para dar a conocer su estilo y experiencia. Pero, además, ningún pandillero sería aceptado por más nombre glorioso o peso tuviera, ninguna obra debía tener connotación pandillera, y si llegaba a encontrarse alguna pared del barrio o tren con la firma de algún elegido por él para ser parte de la Phun Phactory, siendo este el único lugar legal para hacerlo, ya no lo aceptaría, o eliminaría su trabajo y ya no podría volver a presentarse. A ese límite entre la noción de una curaduría exigente, la estigmatización y la censura a uno de los elementos fundacionales del hip hop le faltaba la patada final: ya no se hablaría de grafiti ni tampoco se los llamaría poetas, término y concepto asociado a las batallas pandilleras y varias organizaciones como la Zulu Nation, de ahora en más se hablaría de artistas del aerosol.
A pesar de las internas y reclamos que generó el inicio de Phun Phactory, lentamente comenzó a ganar aceptación social entre los vecinos, y luego más allá de los propios límites neoyorquinos. En definitiva, la legalización y la lavada de cara le cumplió el sueño a DiLillo de legitimidad, convirtiendo a la zona en una de las más visitadas y exaltando así que ese arte no se respondía con ninguna comunidad ni género ni historia urbana. En otras palabras, esto significaba que no era un espacio afroamericano o latino ni del hip hop, simplemente era arte público.

Meres One por Carolyn Cole
En el 2002, entre las tensiones que se iban formando alrededor, el que tomó la posta como gran curador y director de los espacios de talleres fue Meres One. Nacido en el Bronx en 1973, si bien puso más exigencias en la curaduría, se embarcó a una recuperación de los orígenes del grafiti. Esto permitió no solo reconocer a los pioneros, también realzar su relación con el hip hop. Revisó todos los trabajos anteriores para dejar únicamente los que se ajustaran a los nuevos requerimientos, y a quienes querían pintar ya no solo se les pedía que envíen fotos de lo que habían hecho, también deberían enviar la idea de lo que querían hacer por adelantado.
Meres One levantó la vara en cuanto a la elaboración de las obras, intelectualizó la galería y la totalidad del lugar ganó audacia, color e identidad. Saber por adelantado que harían los artistas permitía ver si realmente la nueva pieza aportaba valor y fortalecía el relato total. Todo esta renovación se selló con el nuevo nombre, el que lograría pasar a la historia: 5 Pointz, un guiño para que nadie de ningún distrito de NY se sintiera afuera, con todo el entramado social que esto implicaba, y una referencia a la película de Martin Scorsese, Gangs of New York, que de cierta manera volvía a poner sobre la mesa la temida palabra por la gestión anterior, “pandilla”.
Todo iba perfecto, tanto en el plano barrial, como el nacional y, sobre todo, el internacional. La valoración no solo que era indiscutida, sino que parecía renovarse, crecer y, con ella, hacer crecer a la zona, la que redoblaba su valor a partir de este desarrollo artístico. Y fue tal esa revalorización que a Wolkoff comenzó a tentarlo la idea de, finalmente, revender el espacio para un proyecto de nuevas torres. Su argumento, para más, respondía a la solidez de ser un hombre de negocios: nadie hacía dinero real con el 5 Pointz. A partir de esto los planetas se fueron alineando para el peor final, mientras que el propietario insistía con que los alquileres de los talleres estaban muy por debajo del mercado y la recaudación se la comía el poco mantenimiento del lugar, en el 2009 hubo un accidente.
En la puerta de ese conflicto y con la inquietud del negocio inmobiliario sobrevolando la escena, emergieron los desdobles del arreglo entre Wolkoff y los sucesivos artistas y/o curadores, arreglos que se basaban en la palabra y no tenían lineamientos claros, por lo que nadie terminaba de responder con firmeza frente a la responsabilidad y las cuentas, enviciando demasiado el ámbito de concesiones hacia el futuro y convirtiendo en un limbo a La Meca por el siguiente par de años.

2011

2012 y algunas cintas ya condicionaban los accesos
Pero para el 2013 la relación entre las partes ya era inmanejable, y por supuesto que la última palabra la tenía el dueño, quien decidió que la hora de recuperar su lugar había llegado. Clausura de por medio e inhabilitando todo tipo de ingreso, la demolición fue solo cuestión de tiempo. Mientras que el primer paso fue empezar a pintar las paredes de blanco, borrando todas las obras, durante el 2014 y parte del 2015 se tiró abajo el edificio histórico, dando comienzo a la nueva edificación rápidamente.

2013

2014
Mientras que la estructura estuvo en pie, la cultura urbana se movilizó. Los artistas, que llegaron de varias partes del mundo, independiente de si habían logrado plasmar su firma en algún rincón o no, se organizaron y realizaron diferentes acciones. Los locales llegaron a fantasear con poder comprarlo, pero el precio, a esta altura, ya tenía una valor mercado por las nubes y en plena sintonía con la especulación que generaron los hechos. Finalmente, asesorados por un conjunto de abogados culturales, decidieron demandar a Wolkoff amparándose en una ley de protección de artes visuales promulgada en los años 90. El reclamo predominante, entendiendo que no había contratos y solamente una intención de palabra, era que Wolkoff tomó una definición unilateral y avanzó sorpresivamente, sin darles tiempo para poder salvar algunas de sus obras.
En el 2018, en un hecho histórico y sin precedente, el juez Frederic Block no solo les dio la razón y reconoció al grafiti como arte, algo que hasta acá era impensado, sino que también ordenó a Wolkoff a pagarles una indemnización de 6,7 millones de dólares.
Mientras se esperaba la apelación, las nuevas torres ya estaban cerca de tocar el cielo de Queens y los alrededores amanecían con pintadas que honraban la memoria de lo que fue, pero también de la futura. Una memoria futura que obliga a repensar al gafiti y al arte callejero bajo reconocimientos formales y con cada vez mayor intervencionismo estatal y privado, lo que plantea el límite entre el promover y el coaptar. Pero aún así, es cierto que hay mayor tendencia a tener todo a favor para desarrollar ideas. El punto será recordar que toda conquista tiene concesiones y, en este caso, reconocer lo intocable, lo que no se puede ceder en esa formalidad, que es, ante todo, su hambre original, su irreverencia, pero también el no entregar al olvido a todos los que empujaron al movimiento desde el principio de la historia, no colaborar con una criminalización que nunca es artística y siempre es de clase y racial.
Recordando cómo y dónde empezó todo, en esos márgenes sociales y culturales, el contrarelato que propone el grafiti se mantendrá a salvo, y ya no solo respondiendo a las particularidades urbanas, sino «federalizándose» y volviendo a los barrios -los que no entran en las especulaciones inmobiliarias- como quien encuentra un poco de oxígeno, de aire puro y fortalecedor, dándole voz y poder a esos sectores demorados mientras la máquina pública/privada, con pulsión comercial y/o correctora, sigue mirando hacia las paredes de sus clases preferidas.
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