A pesar de no haber estado nunca destinada a dominar las listas de los más vendidos, The Vulture (junio de 1970), la novela de Gil Scott-Heron, despertó una atracción bastante encendida por su escritura, una escritura que ya revelaba de forma contundente su inteligencia callejera, la sensibilidad y el sentido de la experimentación.
La opinión de la crítica fue tan satisfactoria que acomodó al autor -en plena comunión con los sucesos de su tiempo- como una figura cultural apreciada, mientras que, en paralelo, hacía uso y goce de una buena recompensa monetaria, la que le permitió tomar márgenes aún más introspectivos y leales a sus deseos y convicciones. Él mismo comentaría que usó sus cinco mil dólares de anticipo para pagar una matrícula, comprar muchos libros y un auto usado para poder viajar más allá de sus lugares habituales de crianza, de formación y desarrollo creativo (esto sería Chicago, Oakland y Nueva York principalmente). También declararía que esto fue lo que más orgullo le dio de la novela.
Si bien The Vulture lo validó como escritor, lo que realmente le interesaban era la poesía y la música. Y fue a partir de querer salirse un poco de los efectos que generó la publicación que se dio cuenta que podía tener lo mejor de ambos mundos sin ceder en ninguno y exponiendo aún más su voz. Siendo, además, la poesía uno de los principales campos de expresión en la tradición afroamericana de la palabra hablada. «Muchas veces las personas prefieren los poemas para expresar cosas que no saben cómo decir de frente, no se atreven o no pueden decirlas de otra manera, y aunque pudiera hacerlo, la poesía permite otro tipo de transmisión y provoca una predisposición más íntima de escucha» le dijo a James Maycock, «es por lo que no va a desaparecer nunca y por lo que se hace imprescindible en tiempos de lucha».
La experiencia de sus letras, tan curtida en las noches de bares marginales o bajo la compañía de los programas de radio pasando clásicos negros, se nutre principalmente de la honestidad emocional y desgarradora del blues. Es siguiendo el sonido del blues que le da forma a sus versos, apoyando su recitado sobre aquellos aullidos. Ese énfasis en el discurso rítmico, dándole la misma importancia compositora que a la palabra y al sentido, anticipa lo que luego llevaría a otro nivel el hip hop.
Si bien la convivencia de la poesía y la música fue un desafío personal de formas, siempre apelando a un manifiesto político que no pierda la esencia de lo que es hacer obra, también fue un experimento: “hacer 8 líneas y contar una historia te pone indefectiblemente a trabajar en eso».

Scott-Heron & Jackson
Gil tenía como gran guía maestra a los poetas del Renacimiento de Harlem, de ellos toma el cuerpo narrativo, un cuerpo definido por la transmisión de ideas propias y hábitos culturales en un lenguaje par, de cara a los hombres y mujeres de la calle. Esto es lo que provoca el efecto inmanejable de lo popular. Entre los nombres que hicieron historia, estaba especial y fuertemente influenciado por Langston Hughes, por la forma en la que usaba el humor y el juego de palabras para resaltar las contradicciones de la vida en Estados Unidos, empezando por las propias percepciones de su comunidad, y cómo desde ahí inducía su pertenencia cultural para potenciar nuevas conciencias.
Así, no son pocas las composiciones de Scott-Heron que parecieran replicar la fórmula de Hughes y su cadencia para desafiar el statu quo y los más variados relatos elitistas. Por ejemplo, en Comment #1 recita «Y la nueva palabra que se debe tomar es Revolución / La gente ya no quiere escuchar al predicador despertar y arengar / Porque la carta guardada de Dios ya se mostró / Y América ahora es sangre y lágrimas en vez de leche y dulce”. Gil apunta a la iglesia negra haciéndose eco del Hughes de Letter to the Academy, el que desafía a “los caballeros que tomaron su clásico lugar y ahora son hombres mayores con barba, o muertos y en sus tumbas” a que se acerquen “amablemente a hablar sobre el tema. De la Revolución”.
Como si la inspiración estuviera decidida a aprovechar ese buen momento popular de 1970 para poder mostrarles a todos que su esencia no era la de un novelista, esa primavera, junto a Brian y algunos amigos más, estaban sentados viendo la televisión cuando apareció un informe sobre una protesta social. Los presentadores de noticias comenzaron a hablar sobre cuántas personas participaban y cuestionaban su legitimidad. Más tarde él contaría que, más que mirar las escenas, se pusieron a comentar y gruñir sobre lo que esos presentadores decían. “Fue un simple diálogo entre amigos, alguien dijo que era urgente que la gente salga a la calle y hable con otros sobre lo que pasaba, otro agregó que no hay otro camino para llamar la atención. Y ahí, como pensando en voz alta, dije ‘nunca van a televisar una revolución’. Ellos le dieron más importancia que yo a ese comentario y me sugirieron que me ponga a trabajar sobre eso”.
Durante las siguientes semanas, él y Jackson se sentaban a ver la televisión por horas. Con un cuaderno iban tomando nota de las formas en las que se presentaban las noticias, cómo y cuánto se repetían los comentarios, sobre todo, algunas muletillas y adjetivos despectivos. Fueron jornadas largas que intercalaban con reuniones para poner en discusión lo que veían y contrastándolo con lo que vivían como activistas, también invitaban a otros a hacer el mismo ejercicio. Esa nueva manera de ver con atención la tele no dejó de lado a los anuncios, notando rápidamente qué marcas y qué tipos de anuncios iban en los bloques más políticos, terminando de conformar todo un ideario de conceptos, valores y contrastes que generaban un tipo de diferenciación de grupos sociales, por supuesto que ficticios, pero que en definitiva sí forzaban representaciones: el que mira la tele quejándose de las protestas es muy de identificarse con la familia que muestra la publicidad.
El cuaderno que usaba Scott-Heron para anotar todas estas ideas y estudios tenía una especie de caratula escrita con su letra, la que confirmaba cómo le había dado forma a la idea inicial, la misma que luego se ganaría el lugar de título de su poema más reconocido: La revolución no será televisada. Es en ese verso que el poeta se eterniza y se multiplica en los millones que toman las calles a través del tiempo, porque es en ese verso que su voz se hace presente una y otra vez, aun entre los que desconocen el origen y/o su autor, porque esta también es otra manera de ver cómo las ideas sobreviven a sus pensadores, portadores, voceros.
Hoy nos parece obvio: La revolución no será televisada (¿tuiteada?). Por aquellos años la agenda más enfática y agresiva contra las maneras mediáticas fue impulsada por afroamericanos y latinos. Pero jamás un verso logró contener tanto impacto, intereses y, sobre todo, épocas y tiempos, de pasado a futuro. Sintetiza de manera perfecta una lucha que la mayor parte del tiempo parece perdida y dispar, justamente porque no se nos está mostrando su dimensión, su internacionalismo e interseccionalidad, pero que tarde o temprano cae por el propio peso de la realidad. Una realidad que también a veces nos regala la bendición de caer más temprano que tarde y en sintonía con otras. Al unísono, como las victorias que lograron nuestros antepasados antes que tengamos que vivir en un loop de discusión constante sobre el rol de los medios y con un periodismo que se presenta intocable, impoluto, incuestionable, aun cuando queda expuesto por las nuevas tecnologías, las que también recuerdan que tampoco los periodistas se salvarán de la maquinaria.
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