Ciudadano del mundo

“¿Qué hicieron con mi chico? ¿Quién lo mató? ¿Por qué lo mataron?”, preguntaba Mos Def cada vez que se subía a un escenario. Su chico era, ni más ni menos, que Tupac Amaru Shakur, y para ese momento, post tiroteo en Las Vegas, que marca el comienzo del fin de la Década Dorada, ya habían pasado poco más de dos años de su iniciación en el rap junto a sus hermanos DQC y CES Smith, con quienes incluso llegó a grabar algunos temas agrupados en el demo Manifest Destiny.

Antes de ser Mos Def o Yasiin Bey, entre otros nombres que fue adoptando, a veces por posicionamiento religioso y otras por manifiesto político, fue Dante Terrell Smith. Nacido bajo un cielo sagitariano de 1973 en Brooklyn, hijo de un representante del Islam instalado en New Jersey, creció junto a sus hermanos y madre, quien años después se convertiría en una gran oradora y autora de libros sobre la odisea que es atravesar la crianza siendo una mujer sola y negra.

Common, Daryl Mitchell, Mos Def, De La Soul, Kid, Guru, and friends at the House of Blues - Los Angeles, 1996

Common, Daryl Mitchell, Mos Def, De La Soul, Kid, Guru & otros en The House of Blues (Los Angeles, 1996)

Unidos por la ciudad, la música y principalmente por la religión, su cercanía con Ali Shaheed Muhammad, de A Tribe Called Quest, lo acercó a ese colectivo inolvidable que fue Native Tongues. A partir de ese encuentro fue solo cuestión de tiempo verlo en una colaboración con De La Soul. De hecho, es con Big Brother Beat, incluida en el cuarto álbum del trío, Stakes is High (1996), que se da el bautismo oficial de Mos Def como rapero que ya no solo está jugando a hacer rimas, sino que también tiene demasiado para decir y una personalidad dispuesta a hacerlo cada vez más fuerte.

Al año siguiente fue uno de los protagonistas de Soundbombing, un disco con alma de mixtape y sentido antropológico, que buscó capturar el sonido alternativo de una ciudad en duelo y una escena totalmente colapsada: Biggie también había sido asesinado, Nas -lejísimos de Illmatic– quedó como rehén de un proyecto fallido y netamente comercial como fue The Firm, los Wu Tang enfrentaban su primera gran crisis puertas adentro y puertas afuera le declaraban la guerra a una de las principales estaciones de radio locales, la que los sacaría del aire por los siguientes diez años, y Diddy era nombrado como nuevo rey del hip hop en la tapa de la Rolling Stone. En este panorama, el mítico sello Rawkus Records cumplía su misión de salir a recoger la cosecha de una década poderosa en su don emancipador y de una ciudad que fue madre de esa cultura, testigo y testimonio, lo que en términos reales implicaba una contracorriente fervorosa por la nula representación que esa corona proclamaba sobre la cabeza de Bad Boy.

Como para reforzar aún más esta distancia conceptual, 1998 se sacude con una alianza que aun hoy sigue con el puño levantado y mantiene su capacidad de goce, mensaje y celebración popular: Blackstar, el proyecto en el que Mos Def y Talib Kweli se descubren como nacidos artísticamente el uno para el otro y logran una obra que no solo festeja a la raza, sino que, ahí, justo sobre los últimos cartuchos del milenio, retoma la reivindicación afrocentrista y sueltan las semillas necesarias para que los poetas del futuro sigan haciendo crecer la tradición, que tiene tanto de lucha y fe como de baile y encuentro, y que en cualquiera de los casos, la unión no es una opción, es un arma imbatible.

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Blackstar. Foto de Eddie Otchere

Al igual que Tupac, “el gran maestro, el hermano que nos llamó a hacer algo más”, Kweli y Mos Def eligieron la música como manifiesto de una visión política territorial, internacionalista e interseccional, con plena comprensión y conciencia histórica. Pero mientras que Pac daba esa pelea y buscaba “despertar a los raperos de mi generación”, también lidiaba con los fantasmas, propios y ajenos, que apresuraron un final que no le dio tiempo de disfrutar los efectos de su obra. Y es entre esos efectos que aparece Blackstar. El dúo, además, comandó el recambio generacional siendo parte de otro de los colectivos encantadores que dio el hip hop, los Soulquarians, quienes con su unión evocaron una resistencia y esperanza sobre el final de la Década Dorada y el salto al siglo XXI que suele perderse en el revisionismo macro de esos años desvalorizados, lo que exige un zoom para reacomodarlos en el lugar justo, en un centro de escena que los reconozca como lo que fueron: eslabones fundamentales y grandes causales del tiempo reluciente que se vive hoy.

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Soulquarians para la Vibe. Septiembre, 2000

Para lo que sigue podemos poner un pie en 1999 y otro en el 2004. Primer y segundo álbum solista de Mos; esto es Black on Both Sides y The New Danger, respectivamente. Ambos unidos por un carácter que -entre uno y otro- fue fortaleciéndolo más como activista que como artista, pero, a través de una sensibilidad superior y un swing generoso en dulzura y lucidez, lo expuso como uno de los mejores MC de su tiempo, mayormente seducido por el soul y reproduciendo esa seducción frente a todo lo que se le cruzara por el camino. Pero como nada es casual para los que comparten su deseo como un factor político, ambos discos también están unidos por la fecha de lanzamiento: 12 de octubre. Mientras que la realidad está muy lejos de ser rozada por los cambios de denominaciones que este día conmemorativo fue tomando, y las especulaciones económicas siguen mandando por sobre el respeto a la diversidad cultural, la reflexión es rapeada y la encabeza el chico de Brooklyn, el mismo que viaja de país en país con un pasaporte que le da permiso libre como «ciudadano del mundo», otorgado por la organización social World Government of World Citizens. Esto nos recuerda dos cosas obvias: primero, ningún ser humano es ilegal, segundo, ponerlo en práctica da paso a un sinfín de conflictos que incluyen detenciones, deportaciones y prohibiciones varias.

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Black on Both Sides (1999)

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The New Danger (2004)

True Magic (2006) y The Ecstatic (2009) completan la discografía. Una vez más, Yasiin Bey derrapa su aura sobre nosotros, nos moja con ritmos afrodescendientes y nos regala pasajes de soul que alcanzan un nivel poético tan corporal que convierte en salvaje su capacidad de conmover. Una vez más, en el medio de las oleadas de amor y desamor, el mundo sigue ahí siendo hostil y las relaciones más profundas, las vinculaciones más genuinas, incluso aventurándonos en una idea ancestral de las mismas, se ven afectadas por las desigualdades e injusticias sociales; ergo, él está ahí rimando para que no lo olvidemos, para que nos encontremos más piadosos y contemplativos, menos esquemáticos y no tan confiados en el ideario del amor que todo lo puede, porque no, no todo lo puede si nosotros no miramos en grande de qué se trata nuestra historia en este tiempo y espacio.

Hablar de cuatro álbumes no hace justicia para reflejar el peso musical de cada una de esas obras y de su figura, a la que han recurrido todos los grandes nombres del hip hop y del neo soul más de una vez, pero ese número breve y disperso sirve para dar cuenta de sus elecciones. No fueron pocas las veces que anunció su retiro. Su activismo internacional lo ha llevado por varios países, y por supuesto lo llevó a recorrer e instalarse en Sudáfrica, «la tierra madre». En su condición de «clandestino» vivió en diferentes márgenes asiáticos y europeos. Luego cruzó a Latinoamérica. Para cuando logró volver a Estados Unidos se convirtió en un embajador de las diferentes causas de opresión que recolectó por los lugares que estuvo. Es, además, una de las principales caras que no se da por vencido pidiendo por la libertad de Assata Shakur, aún refugiada en Cuba, muy a pesar del deseo de Donald Trump, quien llegó a decir que él mismo doblaría de su bolsillo los 2 millones de dólares que ofrece el FBI por la cabeza de la ex Pantera Negra. Otra de las imágenes más impresionantes de su andar fue cuando se sometió a una de las torturas que habitualmente reciben los prisioneros en Guantánamo.

El cielo porteño tuvo la bendición de disfrutarlo en una de las ediciones del Movistar FRI Music (2017). Mientras que el atardecer hacía lo suyo, él encantó a todos con un groove magnético, pero también con una simpatía extraordinaria. Caminó el escenario sin parar, nunca perdió la sonrisa ni el estilo, hizo bailar a todos y hasta logró que los estribillos más pegadizos tomen el aire. En un punto geográfico que hasta no hace mucho permaneció lejano o a destiempo de los principales nombres del hip hop, él ofreció uno de esos recitales que parecen salidos de otro cuento, reforzando toda idea romántica sobre la música como lenguaje universal.

Talib Kweli declaró alguna vez que no conocía a ningún otro artista que busque la felicidad de su público tal como la busca Mos Def, “creo que es la única razón por la que sigue subiéndose a los escenarios. Nunca pierde de vista que la música es una ofrenda y él un canal, es muy consciente de esa fuerza espiritual”. Y es en estas palabras que también podemos encontrar razones más que suficientes para entender porqué su carrera no fue tomada por la ambición de los estudios o las súper giras, más aún, porqué su ambición cultural no cae en la tentación de la demanda.

Yasiin Bey convive perfecto con la forma de misterio que adoptó su figura, un misterio que no tiene nada de evasión y demasiado de intimidad. Sus apariciones en público son justas y direccionadas: su yo no asoma para ser yo, asoma siempre y cuando sostenga un nosotros. Mientras las viejas y las nuevas generaciones de hip hop festejan con el mismo énfasis y gloria cuando logran sumar su feat, la agenda tiembla cuando su lectura aguda y radical irrumpe, desobedeciendo y poniendo a disposición las herramientas para una comprensión más humana, o sea, menos idealista y más práctica, de un mundo que está en apuros. El misterio deviene en voz guardiana. Una voz que no hace promesas falsas ni atestigua fácil, que no es cholula de sí ni de colegas, mucho menos de los periodismos y la industria. Su narrativa de dar batalla no olvida el empezar vencidos, la causa que ya está perdida, pero lejos de ser un capricho kamikaze, es ahí donde se reconoce la pulsión de vida, la visión justicialista. O mejor aún, es ahí donde lo reconocemos como un ser él mismo la filosofía cultural que predica. Bien acomodado en la mesa chica de las leyendas vivientes, es así que permanece en boca de todos nosotros como el constructor de fe que es, garantizando un sentido de supervivencia frente a un futuro fatal que -a fuerza de políticas de gentrificación, mitos de postracismo y narcisismos moralizantes que creen que lo sectorial es colectivo y lo colectivo es sectorial- hace estragos en el presente.