Si bien pasó a la historia como el Black Woodstock, el Festival Cultural de Harlem ya se había celebrado en 1968 y 1967. Dicho esto, es imposible obviar lo que significó en 1969, con un transcurso que se dio en paralelo con el Woodstock propiamente dicho, el que vio las llamas de Hendrix arder y convocó a una generación que intentaba distinguirse dentro de su propio nacionalismo norteamericano y blanco a través de sus mareadas ideas de libertad, amor y paz.

1967. Foto William Sauro
Que ambos eventos se hayan dado al mismo tiempo consolidó relatos alternativos a los formales de la época, y aunque muchas veces esas juventudes se abrazaron bajo las mismas causas, con el Free Huey y Vietnam como grandes movimientos conciliatorios, las configuraciones de estos eventos tocaron diferentes profundidades, provocaron distintas trascendencias y revelaron lo obvio. Los hippies -con niveles de superproducción, publicidad, cobertura, traslado y tantos adornos más alrededor de su fantasía ampliamente blanca- concentraron en sí un tipo de melancolía, romantización y anhelo que son desdobles típicos del sistema, desdobles que se confirman a través de los beneficios y las posibilidades con las que el mítico evento se realizó, se gozó y luego se contó y ubicó en la historia. Mientras aquello ocurría, los sectores racializados desplegaron toda su arenga organizativa comunal, con todo lo saludable y caótico que esto significa, su diversidad y su capacidad de construir cultura como muestra de orgullo, pero también como medios indispensables en una larga lucha por derechos.
El Festival de Harlem, entonces, se debe contar como una escena más dentro de ese gran relato de conciencia comunitaria y conquista de lo público que los sectores racializados escriben, no es un evento aislado ni un hecho con móviles ocasionales. Tomaron las calles de uno de sus barrios centrales con el deseo de llevar a lo más alto la representación que sentían por las diferentes voces que ya venían sonando y otras que comenzaban a sonar, pero también como otra oportunidad de organizarse y aportar a la agenda de su tiempo.
Estamos hablando de uno de los años clímax de la era revolucionaria, por lo que inevitablemente el Festival se constituyó en sí mismo como un espacio de interacción cultural y social, pero también de tensión política. Apenas un año atrás había sido asesinado Martin Luther King y una nueva vinculación con la forma de dar batalla nacía, la orfandad no se sentía porque todavía se estaba en un clímax, pero su falta era sin dudas tan monumental como inabarcable, quizás hasta hoy. Con esa emotividad a flor de piel, afroamericanos y latinos -una vez más unidos por la música y la realidad- contuvieron a los suyos dándoles un lugar especial a todos: desde formalizar a los vendedores ambulantes hasta llevar a artistas emergentes y callejeros a convivir con los consagrados, todos bajo la bandera de un Black Power que flameaba en alto y gozaba de buena salud. La fertilidad de esta celebración colectiva se enfocó naturalmente en un propio reconocimiento de raíces, de hermanos y aliados, de fuerza popular y motora para arengar una autoestima que se necesitaba en alza y despierta por los acontecimientos que rodeaban este encuentro.

Harlem Cultural Festival 1969. Foto archivo de NYC Parks
Fueron esos mismos acontecimientos los que obligaron una planificación mayor para la edición de 1969. El clima advertía una asistencia lo suficientemente multitudinaria como para que las esquinas y avenidas queden más que chicas. Así es que llega el Festival Cultural al Parque Mount Morris, actualmente Marcus Garvey, para su tercera edición, que se daría del 29 de junio al 24 de agosto en una serie de seis conciertos gratuitos los domingos por la tarde.
Los números dictaron que más de trescientas mil personas fueron testigos de lo que en ese momento parecía inolvidable. Y lo fue, aunque la crítica -que en aquel momento prefirió concentrarse únicamente en lo que estaba pasando en White Lake- concluya que lo de Harlem quedó en la nada y que “recién ahora” hay un interés renovado de darle su lugar. Esta lectura desacertada peca del peor vicio modernista, el de leer la historia por capítulos que no dialogan entre sí y a través de una efectividad concreta. Cuando, en realidad, la historia nos enseña que lo popular nunca queda en nada y sus manifestaciones sociales y culturales siempre son una siembra, una siembra que se cosecha a través de las generaciones. Por eso, cuando algunos creen que ciertos escenarios “vuelven”, “se rescatan” o “renacen”, o con la misma limitación de lectura consideran que algo no puede volver a ocurrir o a acontecer, lo que están mostrando es su propia limitación temporal, porque, en realidad, están hablando de escenarios que responden a los tiempos de un cultivo que es constante, caótico y, esencialmente, por fuera de la medida tiempo tal como la manejamos nosotros. El tiempo de cultivo en términos sociales es tan imprevisto como todo lo social, pero que no se vea en lo inmediato, con la inmediatez que este siglo demanda todo, no significa que no esté sucediendo. Por supuesto que podrá haber temporales que se lleven puesto el trabajo, pero la tierra seguirá ahí cuando la tormenta pase, así como la historia se sigue contando y en ese contar inspira su indomable curso.

Harlem Cultural Festival 1969. Foto archivo de NYC Parks

Foto Daniel McPartlin

Foto Donal F. Holway
Con el caribeño Tony Lawrence a la cabeza, que tenía el sueño de repetir el festival a lo largo y ancho del país, y el mejor jazz, góspel, soul y R&B sobre el escenario, el público convocado fue en aumento gracias a la rotunda pasión activista, al multiplicador efecto del boca en boca y a los sonidos negros sostenidos en los discursos de orgullo racial y cultural que fueron tomando el aire.
Desde el fuego sagrado de Nina Simone, en su momento más guerrero y crucial como artista de aquella época, al poderío sensitivo de Sly & The Family Stone, un funk que proponía mucho más que sentir el cuerpo caliente, la procesión interna honraba el legado ancestral y buscaba sanar el dolor por las pérdidas de sus líderes más recientes, como Malcolm X y Martin Luther King. También hicieron lo propio los 5th Dimension, con su soltura soulera habitual, y las jóvenes y prometedoras esperanzas negras Stevie Wonder y Gladys Knight & The Pips. Entre los oradores se mezclaron las vanguardias revolucionarias con los anhelos pacifistas, estos últimos encabezados por Jesse Jackson y sus plegarias, quien tocó las fibras más íntimas de los sensibles; él había sido testigo directo del asesinato de King y ahora estaba ahí, frente a todos ellos, ofreciendo su don de paz, justicia y comunidad. El espíritu de la convocatoria podía permitirse, incluso, contradicciones políticas en sus formas, porque se los necesitaba a todos, tanto en el público como involucrándose con el perfil que mejor les valiera. Así, los Black Panther aportaron su organización para cuidar que nada se saliera de lo previsto. Y lo lograron: el saldo fue ningún detenido, ningún herido, ningún disturbio.

John Lindsay escoltado por los Black Panther. Foto Donal F. Holway

Jesse Jackson hablando a la multitud con la Operation Breadbasket Band detrás. Foto Donal F. Holway
De aquel 1969 a este 2019 pasaron demasiadas cosas: el triunfo del COINTELPRO, Reagan, el estallido del crack, un presidente negro, solo por citar algunos y destacar, a su vez, el nacimiento del hip hop (ah, atende esa cosecha, crítico amante del «quedó en la nada») y, más hacia esta fecha, el nuevo despertar de los movimientos sociales y la presidencia de Trump. Estos últimos tres elementos -con todas sus capas y entramados- son las piezas que componen los homenajes que se estuvieron dando y se seguirán realizando en el marco del 50º aniversario del Festival Cultural de Harlem.
Además, se espera que el año próximo finalmente se estrene el documental con los registros originales de Hal Tulchin, el director que filmó lo acontecido y tomó protagonismo público autoproclamándose clave en la organización y definición del evento. Fue él quien pidió que se lo empezara a llamar el Woodstock Negro, como si la única medida posible para comprender el impacto fuera el gran festival blanco, aunque los motores de cada uno fueran profunda y proyectivamente diferentes. Tulchin también se encargó de ir en contra de Lawrance cada vez que pudo. El caribeño había denunciado en 1970 que fue estafado por los inversores blancos y que por eso ese año no se haría el festival. Esto nunca se pudo confirmar.
Más allá de estos nombres, una vez más, el contexto importa, porque tan solo un año después de la emocionante plaza de 1969 todo estaba dado vuelta: 1970 es el inicio de la etapa final del COINTELPRO, con una Nueva York atestada de presencia policial y un Harlem que empezaba a militarizarse con voracidad.
Seguramente estas otras lecturas, estos “lado B”, que en realidad no son para nada “lado B”, pero que quedan relegados cuando se nos habla de la música como una burbuja que sobrevuela lo social, habrán sido parte de las conversaciones ofrecidas por las mesas y paneles que se organizaron durante las primeras semanas de agosto para conmemorarlo. Todas estas actividades tuvieron un organizador de lujo, Talib Kweli, quien había declarado que la clave de todo homenaje es mantenerse atento sobre cómo un recuerdo nos puede parecer lejos en el tiempo, pero su trasfondo -en pleno auge de los populismos de derecha- está demasiado cerca.
Kweli, además, fue parte de los conciertos que se programaron, y el suyo se dio el pasado 17 de agosto, mismo día en el que 50 años atrás Nina Simone coronaba una de sus actuaciones más épicas con su propia versión musical del poema de David Nelson que agita “¿Estás listo pueblo negro? ¿Estás listo para convocar la ira de los dioses negros y la magia negra? ¿Para cumplir su mandato? ¿Estás listo para hacer lo que sea necesario? ¿Estás listo, hombre negro? ¿Estás lista, mujer negra? ¿Estás listo para matar si es necesario? ¿Estás listo para aplastar cosas de blancos y quemar edificios? ¿Listos para construir cosas de negros?”.
Cinco décadas después la respuesta es clara: el pueblo estaba listo y se confirma con los hijos de esa generación volviendo al mismo punto de encuentro a celebrarlo y a dejarles todo preparado a las próximas generaciones para que ellas también estén listas llegado su momento. Por suerte, Questlove tiene un as bajo la manga más, un documental bajo su tutela y sensibilidad clínica que recompone el antes, durante y recupera voces en este después: Summer of Soul (…Or, When the Revolution Could Not Be Televised).
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