Verano Rojo

En plena era de la doctrina Jim Crow y con la segregación no dando respiro, el presidente Woodrow Wilson llamó a la unidad nacional para potenciar a las fuerzas de cara a la Primera Guerra Mundial. En ese momento, y a pesar de que varios referentes negros no estaban de acuerdo, el líder W.E.B. Du Bois (sociólogo, historiador y uno de los fundadores de la NAACP, Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color) sintió que era una oportunidad de conciliación y pidió a su gente “olvidar nuestros problemas y cerrar nuestras filas hombro con hombro con nuestros propios conciudadanos blancos y las naciones aliadas que luchan por la democracia».

La participación negra se garantizó rápidamente, el pedido lo había hecho una de las voces más respetadas de la comunidad, así que cerca de cuatrocientos mil afroamericanos se sumaron al ejército, aun sabiendo que la lucha no sería solamente en tierra europea en posición de guerra, sino que también sería puertas adentro, donde el racismo reinante los llevaría a pasar por todo tipo de torturas y a padecer recurrentes desamparos desde el primer minuto de su incorporación. El mensaje era claro: en la sociedad norteamericana pertenecer a las fuerzas es una de las clases de mayor jerarquía, y los blancos no querían compartir ese status con los hombres de color.

Finalizada la guerra, el regreso a casa profundizó las internas raciales en función de los reconocimientos que llegarían y con la incertidumbre sobre hacia dónde iría esa proclamada «unidad nacional». Pero la conciliación por parte de la Norteamérica blanca nunca sucedió sustancialmente y condenó, tanto por inercia como por presión de las fuerzas, al olvidó a los soldados negros, un olvido que respondía al lugar que se le daba a la comunidad afrodescendiente.

Lo que nadie había tenido en cuenta -tanto antes de hacer el llamado de unidad y de enviarlos a otro continente como durante y/o después de la experiencia en sí- es que esos hombres estaban volviendo a sus hogares movilizados por un escenario bélico, pero también con un panorama social y cultural mucho más diverso, mucho más abierto de lo que veían en su país, traduciéndose esta apertura en los nuevos ideales europeos. La historiadora Adriane Danette Lentz-Smith describe en su libro Freedom Struggles (Harvard University Press, 2010) que los soldados negros regresaron atravesados por “las visiones de libertad francesa, igualdad y fraternidad bailando en sus cabezas”.

00-hero-red-summer

Estamos parados en mayo de 1919, Du Bois les da la bienvenida a sus hombres con una clara comprensión del escenario que se estaba componiendo: “Regresamos de la lucha. Volvemos luchando». El punto es que la mayoría creía que la lucha sería la misma que se venía dando hace años contra la segregación y las leyes Jim Crow, sin embargo, no pasó mucho tiempo para que un nuevo clima de violencia inusitada comenzara a agitarse: los blancos a los que no les había gustado esa aceptación de los negros en las fuerzas se cobrarían el descontento y la incomodidad que, según ellos, tuvieron que pasar por tener compañeros «inferiores».

David F. Krugler, historiador y autor de 1919, The Year of Racial Violence (Cambridge University Press, 2014), cree que el principal problema de esa época fue que Estados Unidos nunca pudo ver ni comprender que no estaba a la altura de los valores que afloraban fuera de sus límites, y que los afroamericanos los percibirían en Europa y en compañía a otros ejércitos que no ejercían ningún tipo de violencia racial y, para más, que se ocupaban de construir un ambiente de fraternidad; Estados Unidos jamás imaginó un mundo en el cual el hombre de color no fuera despreciado y, más aún, valorado, destacado y posicionado, por ende, no llegaron a planificar qué pasaría cuando a su regreso estos hombres volvieran a su país con una nueva mirada del mundo y, sobre todo, una nueva autoestima.

Y lo que pasó fue que frente a esa realidad sobrecargada de discriminación, violencia y miseria, los soldados negros comenzarían a defenderse y a defender a su comunidad como si fuera otra batalla de guerra más. Ya no sería gratis para los blancos salir a quemar casas, golpear brutalmente o hacer linchamientos públicos a modo espectáculo, ahora, tal cómo ellos habían respondido al llamado servicial de las fuerzas y los blancos no respondían a un escenario de conciliación, los propios soldados junto a otros civiles racializados y movimientos espontáneos comenzaron a hacer el llamado de contraatacar, y claro que la respuesta de sus hermanos y hermanas fue inmediata. Por lo que cuando las fuerzas blancas comenzaron no solo a garantizar impunidad sino a participar y llevar a nuevos niveles los habituales ataques de la era Jim Crow, la comunidad negra respaldada en sus soldados no se quedaría de brazos cruzados y el resultado fue un hecho histórico: el verano más violento de Estados Unidos.

National Guardsmen called out to quell race riots in Chicago, 1919

La noche del 18 de julio de 1919 se acusó que una joven blanca fue golpeada y los rumores decían que habían sido dos afroamericanos. Casualmente, el esposo trabajaba para la armada, fue cuestión de minutos que una multitud de militares y veteranos tomaran las calles de Washington bajo la orden de acabar con todos los hombres de color que se cruzaran. “Las líneas inciertas entre soldado, ciudadano y voluntario ayudaron a hacer que los disturbios de Washington fueran únicos”, escribe Krugler sobre esa jornada en la que muchos oficiales unidos a comandos especiales salieron de civil a la caza. Para la mañana siguiente varios puntos del país amanecerían con masacres masivas de gente de color. Otro de los focos más difíciles de manejar se dio en Chicago: un niño negro nadaba en una sección de un lago destinado a los blancos y fue golpeado brutalmente hasta quedar inconsciente, lo que provocó una revuelta donde murieron más de 38 personas. Durante esos días la Guardia Nacional de Illinois salió a las calles mientras las organizaciones blancas perseguían a la comunidad afroamericana

Los medios aportaron su cuota de violencia. «Matones», «Callejeros», «Salvajes», entre otros tantos adjetivos, copaban los títulos para describir a los hombres negros que intentaban defender a su familia, casas y a su comunidad. El mismísimo Washington Post invitaría a los ciudadanos blancos a participar activamente y, sin rodeos, definiría aquellos días como una gran oportunidad para «atraparlos».

Recién para finales de julio la ola de violencia logró controlarse, pero no fue hasta septiembre que la militarización dejó las calles porque todavía había masacres aisladas. En realidad, todavía quedaban unos cuantos años más de segregación, Jim Crow y un par de resurgimientos del KKK, el control de la situación no era más que volver a un ritmo de ataques raciales «normales».

James Weldon Johnson, secretario de campo de la NAACP, fue el que lo llamó Red Summer en clara alusión a la sangre que se derramó: fueron más de 200 los afroamericanos asesinados en más de 40 ataques a lo largo del país en apenas unas semanas, unas semanas que coincidieron con las gestiones del presidente Woodrow Wilson en París mientras participaba de los tratados posguerra en nombre de «la paz mundial» e ignoraba no inocentemente lo que estaba ocurriendo en Estados Unidos, al que definía frente a los franceses como «un exponente de justicia y libertad».