Beyoncé recorre la pasarela secundada por sus diez bailarinas/escuderas hasta llegar a ese punto en el medio de la multitud, paralelo al escenario principal, en el que con irreverencia, arrogancia y arrolladora presencia va a arengar y a repetir una y otra vez, desde todas las posturas corporales posibles, “muy bien, chicas, ¡formémonos!”. La escena es mostrada desde diversos ángulos, las cámaras la toman desde todos los costados y perspectivas, desde todas las distancias, y la muestran, a su vez, en las pantallas de la infinidad de teléfonos que graban a la diva contoneando las caderas ahí mismo, a metros nomás. Y entonces, en una toma fugaz, casi desprolija, desde la pirámide principal del escenario, una toma lejana que llega a alcanzar completa la pasarela y a todo el público que hay entre el escenario y esa línea, se ve, entre el mar de cabezas y celulares, un cartel bien artesanal que en letras negras sobre fondo blanco exige RESPECT WOMEN.
El cartel aparece una vez más, algo más nítido, más cercano, más legible, igual de fugaz. La cantante y su séquito no han dejado de mover con precisión y destreza sus cuerpos al ritmo de Formation y, en el frenesí explosivo del asunto, el cartel quizás podría haber pasado inadvertido. Pero no. ¿Alguien puede pensar que aparece ahí por casualidad? Nada de lo que ocurre en las más de dos horas que dura Homecoming. A film by Beyoncé, documental disponible en Netflix que recoge la experiencia de la artista en sus dos presentaciones en el Coachella 2018, está librado al azar. Y entonces ese RESPECT WOMEN, en ese momento, durante esa canción, tiene un motivo de ser específico, puntual, tan significativo como breve. Está. Y eso quiere decir demasiado.
Homecoming es una obra descomunal en la que Beyoncé concentró todo el contenido político de una carrera que, de un tiempo a esta parte, ha abandonado las derivas del pop más facilongo, de caderas bamboleantes que exigen un anillo de compromiso si la voluntad es ir un poco más allá en los terrenos del amor, para convertirse en una plataforma desde la cual transmitir un mensaje cada vez mejor delineado, sin perder por un momento la fuerza, la efervescencia y la inflamabilidad a las que tiene acostumbrado a su público. Una fuerza, efervescencia e inflamabilidad puestas hoy al servicio de un discurso de reivindicación de los derechos de la comunidad negra, y más específicamente de las mujeres racializadas.

¿Qué pasa cuando la más hegemónica de las mujeres se declara feminista y lo hace revoleando su hegemónico culo enfundado en un minúsculo short de jean? Genera contradicciones. Y este film funciona de alguna manera como una respuesta hiperbólica a las objeciones que la ex Destiny’s Child pueda haber encontrado en este camino extremamente político (y personal) que emprendió hace ya unos años. Una mujer que tomó las riendas de su carrera y desde ese momento hizo lo que quiso y como lo quiso. Una mujer que aprendió la manera de monetizar (¡y cómo!) cada una de sus propuestas estéticas, artísticas y políticas. Como en su momento lo hiciera Madonna, pero negra, con todo lo que eso (todavía hoy y mal que nos pese) implica.
Run The World (Girls), del álbum 4 (2011), fue el estrepitoso punto de despegue del costado feminista de Queen Bey. Después vino el disco Beyoncé (2013), donde la cantante profundizó ese rumbo, y el año pasado llegó Lemonade, esa brillante adaptación pop de las cinco etapas del duelo aplicadas al engaño marital, que le sirvió para sellar su imagen de mujer bella, fuerte y furiosa.
Los dos shows que ofreció en el Coachella del 2018 articularon, a través de una puesta impactante e imponente, las reflexiones que la artista viene elaborando desde los últimos años, cada vez con mayor intensidad. El documental que nos ocupa recoge esas experiencias para llevar aquello un poco más allá. Porque al registro de los conciertos se le agregan inserts en los que ella misma sienta las bases de lo que quiso transmitir en cada bloque musical, sin por eso resultar literal o demasiado directa. Cada interrupción dialoga sutilmente con lo que viene después. Como si se tratara de breves prólogos, nuevas capas de interpretación de un espectáculo recargadísimo y, sin embargo, donde no hay nada, ni una lentejuela, de más.

El guión y la puesta en escena de esos recitales fueron pensados con el fin de darle todo el alcance posible, por una de las artistas más convocantes de la música actual, a dos reivindicaciones que surgen de colectivos históricamente identificados como minorías. Entonces, una mujer negra encabeza por primera vez uno de los festivales más importantes del mundo, con una parafernalia pocas veces vista, con todo el ruido, las luces, el estrépito y la potencia del pop para las masas, y con un discurso tan actual como necesario, erigido a partir de dos ejes: “Las vidas de los negros importan”, consigna madre del activismo de los últimos años a partir del nacimiento de Black Lives Matter y otros nuevos movimientos de derechos, y “Feminista es quien cree en la igualdad política, social y económica de los sexos”.
Los shows de Coachella fueron construidos a partir de una idea de fuerza que es la de una comunidad de artistas (más de doscientos en el escenario entre músicxs, cantantes y bailarinxs) que describen todo tipo de personalidades, de diferencias. Una selección que dio cuenta de la voluntad de la cantante de que todas las personas que alguna vez fueron rechazadas por su aspecto sintieran que estaban representadas en ese escenario. En ese sentido, la producción trabajó durante más de cuatro meses para que cada uno de esos personajes fuera surgiendo y dando forma al personaje colectivo, que es ese gran fondo piramidal donde todos se mueven como un bloque en el que, sin embargo, cada uno conserva su individualidad.
La identidad Negra es el pilar fundamental en esta propuesta. Y en un momento en el que la interseccionalidad del feminismo se presenta cada vez más como un objetivo a perseguir en la construcción de un colectivo más fuerte y solidario, Beyoncé se esfuerza por visibilizar el hecho de que las mujeres negras fueron históricamente las personas más desprotegidas y abandonadas de los Estados Unidos. Todo esto al ritmo de un repertorio que recorre con una notable contundencia y precisión las versiones más bailables de las músicas afroamericanas.

Citar a Malcolm X, a Nina Simone, a Maya Angelou y a Chimamanda Ngozi Adichie, cantar con el puño en alto, emular el look y la marcha Black Panther, interpretar el Himno Nacional Negro, la representación de Nefertiti, entre otros guiños al ideario Black Power, son todos detalles que podrían ser tachados de oportunistas o de efectistas, pero el despliegue conceptual que Beyoncé propone en esta película da por tierra con cualquiera de esas interpretaciones.
La faceta política de su producción artística fue in crescendo a través de su historia –de las canciones con puestas puntuales al álbum completo (Lemonade es un disco conceptual, una ópera pop)– y llega al paroxismo en esta vuelta a casa de la diva (que se reencontró con su público tras un embarazo complicado y varios meses de recuperación) donde la narrativa está puntillosamente orquestada para que el mensaje llegue sin fisuras.
Feminista sin marco teórico tradicional ni académico desde las aspiraciones blancas, pero sí con una profunda formación enraizada, que comulga con las ideas plenas de la politización del mujerismo, Beyoncé en Homecoming demuestra que el pop de multitudes puede (¿debe?) ser una herramienta de difusión de un mensaje de emancipación, libertad e igualdad. Y que un culo enhiesto, turgente y urgente también puede transformarse en un arma de comunicación masiva.

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