En la madrugada del 20 de abril de 1989 encontraron a Trisha Meili, quien había salido a hacer su rutina habitual por el Central Park, al borde de la muerte. Tenía 28 años, y había sido violada y brutalmente golpeada alrededor de las 21 hs. de la noche anterior.
El ataque sucede en plena ola de militancia política y mediática para rever y reforzar las penas para los adolescentes y niños, así que rápidamente la prensa y un gran arco político, buscando canalizar el impacto de los hechos, dirigieron toda la maquinaria de culpabilidad a esos sectores.
Pero claro que no a todos los adolescentes y niños, solamente bastaban dos palabras para saber a quiénes se referían: pandilleros y depredadores. Los dos términos que las noticias adoran abrazar para referirse a las comunidades latinas y afroamericanas, las mismas que apenas hacían pie gracias a que Nixon había dinamitado a sus referentes y a las que Reagan les había dado el toque final bajando la mayoría de los programas estatales. También eran los tiempos del crack haciendo estragos y la famosa «guerra contra las drogas» había fracasado rotundamente, básicamente porque las «guerras contra las drogas» nunca son más que una pantalla para instalar aparatos represivos y de estigmatización que justifiquen o distraigan frente a los más brutales ajustes económicos (entre otras tantas cuestiones que merecerían varias notas aparte).
Pocos días después, con el país en vilo exigiendo que se encuentre a esos niños culpables, la policía arrestó a cinco chicos racializados de Harlem, cuatro afroamericanos y un latino, con edades que iban de 14 a 16 años, quienes, al parecer y por algunos testimonios que se habían cruzado, habían estado esa noche en el parque dándole rienda suelta a su instinto animal y atacando a todo aquel que se les cruzara por delante. De repente, esos chicos eran violadores seriales y los responsables de otros tantos delitos que ocurrieron en la zona el último tiempo.
Eran adolescentes y eran de color, el relato cerraba perfecto: era el momento de reajustar las leyes y a ellos hacerlos ejecutar. Uno de los principales arengadores era un tal Donald Trump, quien no sólo pedía pena de muerte a los cuatros vientos, con solicitadas a página entera en los principales medios, sino que hacía convocatorias públicas para que esta moción sea apoyada. El linchamiento ya no necesitaba sogas y cruces ardiendo sobre el fuego, el linchamiento, a fuerza de poder y de medios, ahora era una mera formalidad.
Los adolescentes fueron expuestos a rondas de testimonios ficticios, pruebas alteradas y confesiones forzadas bajo un tratamiento judicial como si fueran adultos, de hecho, uno de ellos fue enviado directamente a las cárceles de NY para adultos, entre ellas, la de Attica, con una historia racial que tiene su peso propio. El juicio convivió con la arenga constante a la ejecución e ignorando las tantas inconsistencias que se denunciaban, algunas tan básicas como las pruebas de ADN. Cuando lo que moviliza es un hambre insólito de ver cabezas rodando, no hay respuesta que satisfaga salvo la de ver, justamente, las cabezas rodando. Y todo mecanismo lo justificará, más aún si se trata de tener en la mano a ciertos sectores.
Este caso provocó una gran división en las propias comunidades afroamericanas y latinas; mientras muchos veían en la inconsistencia procesal el mismo patrón de siempre, cargado de racismo y criminalización, otros veían tal cual lo que se informaba y no dudaron en salir a pedir por la ejecución de los chicos y a exigir que se refuercen las penas, que se vean los causales de ejecución y bajen (aún más) las edades de imputabilidad.
Para el año 2002 (sí, recién en el año 2002), el verdadero autor confesó, y no quedó más que, finalmente, acceder al pedido de pruebas de ADN. Así, 13 años después se llega a la instancia de revisión de ADN y se confirma la inocencia de los 5 adolescentes, ya adultos, con 3 de ellos en libertad, luego de haber cumplido sus condenas y tratando fallidamente de retomar la vida, y con 2 de ellos aún adentro, uno por no haber podido reintegrarse socialmente tras su salida condicional y el otro porque se negaba a declararse culpable para acceder a esa posibilidad.
Lo que siguió fueron varias demandas desoídas, tanto por reparación económica como de exoneración. Una vez más el camino fue largo y tortuoso. Recién en el 2014 fueron indemnizados y oficialmente libres de todo cargo.

Ava DuVernay en el set de When They See Us con uno de los protagonistas
Esta historia -que resume prácticamente todos los hitos y desnuda en su plenitud la brutalidad institucional volcada una y otra vez sobre las comunidades latinas y afroamericanas- llega a Netflix de la mano de una serie documental escrita y dirigida por Ava DuVernay, quien no da margen a la duda: es la indicada para hacerlo por su profundidad narrativa, su visión histórica y la plena conciencia del sentido político de sus obras, desde donde da -indirectamente- cátedra sobre visibilizar sin revictimizar y sobre eso que a los conservadores (y esto incluye a las nuevas juventudes) les gusta llamar pasado, como si la realidad social no fuera un eterno presente en el que apenas se cambian las formas, el «apenas» necesario para que el orden esté, valga la redundancia, en orden.
Recomendamos como complemento a esta historia, que se lanzará bajo el nombre When They See Us y estará disponible desde el 31 de mayo, el documental Enmienda XIII, también en Netflix.
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