Martha Cooper, la fotógrafa del arte callejero

marthamiami-sal-rodriguez-02+2Nacida en Baltimore (1942), cuando empezó a ver que la tipografía que la fascinaba era mucho más que un hecho aislado decidió seguirle los pasos. Así, Martha Cooper llegó al grafiti y se convirtió rápidamente en una de las principales documentalistas del movimiento logrando lo imposible. Mientras que los artistas, “los poetas del aerosol”, trataban de mantenerse en el anonimato no sólo para sumarle cierto halo de misterio a su trabajo, sino, más bien, para evitar líos con la policía y poder seguir haciéndolo “libremente”, ninguno tenía problema en que ella los viera en plena acción, incluso en posar para ella. Con esto no quiero romper el ideal romántico del artista que oculta la identidad. Digamos, entonces, que era una combinación perfecta: ellos se paraban frente a ella como los superhéroes y sus dobles personalidades, representando y seduciendo a muchos desde una enigmática figura de culto y, al mismo tiempo, evitando caer en las garras de los villanos (la policía). Para más, en las fotos de Cooper, se los ve prácticamente volando y trepando alturas para lograr sus misiones, así que la ecuación cierra perfecto entre la magia y el realismo de un mundo que sabe cómo ser eje de vigilancia.

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La fotógrafa cuenta que su vinculación fue tal que llegó a renunciar a su trabajo tiempo completo en un diario para poder dedicarse mejor a cubrir la cultura hip hop desde esta perspectiva, “si lo pensás es increíble, es un lenguaje propio desde el que nos envían o acercan sus pensamientos, versos nuevos o recuperan versos de grandes poemas. Me parecía increíble que ningún adulto entendiera bien cómo leerlos, qué decían y especialmente qué era lo que estaba pasando, lo que ellos generaban”. Lo que “ellos generaban” era, ni más ni menos, que una nueva superficie a un paisaje abandonado y marcado por la dinámica de incendios histórica, la que forjó mucho más que una comprensión política territorial y contuvo los pálpitos de esa nueva cultura que asomaba. En los recuerdos de la fotógrafa, “cuando empecé a recorrer los suburbios de NY no sabía bien que luego sería uno de los ejes centrales de mi carrera. Pero sí pude ver rápidamente que había un patrón cultural. Nunca dudé que eso que llamaban vandalismo era arte, el arte de la calle”.

Y justamente en la calle es donde pasan las cosas, donde quedamos de frente a la realidad. No hay medios, no hay relatos, no hay terciarización alguna más que, detalle no menor, nuestra voluntad de ver. En aquellos suburbios neoyorquinos que enfrentaban a diario todos los matices disponibles de la violencia institucional y, a su vez, manejaban una agenda de violencias propias, tan bien manipuladas a partir de la desidia estatal, ese estallido de color sobre las pocas paredes que quedaban levantadas, las estaciones y los trenes eran todo un gesto, una actitud de irreverencia que llevaba a un nuevo nivel el mensaje político callejero, ese ideario popular que reza “cuando los medios callan, las paredes hablan”. El grafiti, sobre todo, o esencialmente el de aquellos tiempos, no temió apropiarse de su lugar en esta historia y aportó su voz con hambre poético a partir de una composición de reglas propias sin ignorar el sentido de lo colectivo.

La forma de trabajar con la luz natural y los contrastes, la forma de aprovechar los ángulos, su visión total con cada elemento de la escena y una lectura que comprende el poder de su disposición, alcance y recepción convirtieron a las fotos de Cooper en piezas que realzan la crudeza de un tiempo y el alma de una disciplina a merced de la sensibilidad social. Siguiendo su propia ruta de palabras, sus fotografías retratan ese patrón cultural que nos permite leer el pulso de una época.

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Martha Cooper nació entre cámaras. Su padre era el dueño de un local fotográfico en Baltimore, por lo que antes de aprender a escribir ya sabía sacar fotos. Cuenta la leyenda que le gustaba escaparse con las cámaras a la calle, lo cual mantenía en vilo a todos los adultos de la cuadra que sabían de su afán. Los primeros trabajos formales le permitieron juntar algo de dinero y luego ir en busca de aventuras. Así, se convirtió en voluntaria en Tailandia e hizo un viaje en moto desde Bangkok hasta Londres, lugar en el que realizó su posgrado de antropología.

Tiempo después decidió volver a Estados Unidos e instalarse en Nueva York, donde consiguió trabajar en el New York Post, el que luego abandonaría para tener más tiempo de seguir de cerca el desarrollo de la cultura hip hop. Ahí empezó a trabajar independiente con National Geographic, entre otros medios, «de alguna manera tenía que mantenerme», pero también a profundizar en sus propios proyectos que se irían convirtiendo sistemáticamente en libros. Mirada de fotógrafa y abordaje de antropóloga, el resultado se cuenta solo y el hip hop la recibió con los brazos abiertos. Fue directora durante muchos años de dos organizaciones dedicadas a la fotografía urbana, City Lore y Tauny. Y como una especie de hada madrina, aún en la actualidad, le escriben grafiteros de todo el mundo que quieren su opinión sobre lo que hacen, que quieren que sea ella la que prologue sus publicaciones o haga la curaduría de las mismas.

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Hace unos años regresó a Baltimore y comenzó a registrar a sus habitantes, sus casas, todas las particularidades de la ciudad. “Es un lugar violento y familiar, hay mucha pobreza. Yo vivo en una de las zonas más humildes. Pero ahí también surgen otros aspectos creativos y sociales que en los centros de las grandes ciudades tienden a desconsiderarse, acá la propia realidad te empuja a construir comunidad. Y, además, es mi lugar, me sentía en deuda con el lugar que me vio tomar las primeras fotos”. Cuando comenzó a saldar esta deuda, le preguntaron qué esperaba de este proyecto, hasta qué barrios alcanzaría a cubrir y qué seguiría luego. Con sus setenta y pico de años a cuestas, quien fuera una espectadora de privilegio de la vieja escuela y la época dorada del hip hop, sonrío y dijo “voy a fotografiar a Baltimore por años porque lo quiero hacer libro. Ese será, con justicia, mi último libro. No me gustaría dejar un proyecto por la mitad, y esta idea también habla de mí, de cómo no podría dejar de hacer fotos. Así que voy a fotografiar hasta el último día pero ya libre de pensar en qué hacer con eso, sobre todo ahora que se puede subir a Instagram”.