«No soy pacifista, no estoy de acuerdo con la no violencia”, le dijo Nina Simone a Martin Luther King, “es hora de agarrar las armas, nos están matando”. Él le sonrió y le pidió calma. Cuando King fue asesinado, Nina dijo lo que todos los afroamericanos sabían y lo que tiempo después los blancos comenzaron a comprender: habían matado al único negro que quería la paz.
La misma mujer que con apenas 7 años se había quedado de brazos cruzados frente al piano en modo piquete, porque no le permitían a su familia, por ser negros, sentarse en primera fila mientras daría su primer concierto de Bach, de su amado Bach, se acomodaba frente a las teclas del Carnegie Hall a sala llena y advertía “el nombre de esta melodía es Mississippi Goddam, y cada una de estas palabras las digo en serio”.
Entre esa niña de 7 y esa mujer habían pasado 23 años, y cada una de esas palabras no eran más que las mismas ideas que llevaban en su boca la mayoría de los negros luego de un 1963 a puro duelo, pero también a pura determinación. Nina, con esa canción, abría el fuego y cambiaba el ritmo de su vida, y también marcaba una nueva etapa en la lucha de los movimientos por los derechos civiles y humanos a los que les aportaría no sólo una buena cantidad de himnos, sino que -a partir de acá- direccionaría toda la energía de su carrera y de su vida.
Mississippi Goddam arranca sin respiro: “Alabama me tiene muy molesta, Tennessee me quitó el sueño y todo el mundo sabe sobre el maldito Mississippi”, y en ese “maldito” le daba volumen a la voz de los afroamericanos. Y subía de tal manera el volumen de su propia voz -que no es ni más ni menos que el volumen de la furia y la impotencia- que el mismo día que estrenó la canción sus cuerdas vocales se quebraron y jamás volvió a alcanzar su registro anterior de octava.
El 15 de septiembre de 1963, el KKK bombardeó una iglesia baptista de la Calle 16 en Birmingham (Alabama) mientras se preparaban los servicios religiosos. El saldo fue la muerte de 4 niñas: Denise McNair de 11 años, y Addie Mae Collins, Carole Robertson y Cynthia Wesley de 14. Además de varios heridos, muchos otros niños y adolescentes, y algunos en estado grave con consecuencias físicas perdurables, esto desató tres días de revueltas que se extendieron por todo el país con miles de policías en las calles tratando de «contener los enfrentamientos de los negros con las fuerzas». Ese hecho la tocó profundamente y la llevó a escribir “esta música emotiva y violenta, porque así me siento”. Es que todavía estaba muy latente otro fuerte golpe anterior, el asesinato del activista Medgar Evers, ocurrido 3 meses antes en Misisipi.
En esta combinación de hechos, Nina le encuentra un sentido a todo lo que estaba viviendo de manera vertiginosa y exitosa, pero prácticamente sin deseo. En su biografía I Put a Spell on You(Da Capo Press, 2003) explica que gran parte de su enojo era por el sentido racista que había en su éxito, “como era negra tenía que ser, irremediablemente, cantante de jazz. Se me disminuyó a eso”. Pero a partir de este momento ya no sería una cuestión de música clásica, jazz o música popular, “sería la música de los derechos civiles”.
Evers, veterano de la Segunda Guerra Mundial y secretario de la NAACP (Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color), fue un activista de los movimientos, reconocido, además, por su lucha contra la segregación en la educación. Como solía vivir bajo amenaza, tenía custodia. Una custodia que el 12 de junio no se hizo presente. Al salir del auto, en la puerta de su casa, recibió un disparo por atrás. Su esposa se asomó y lo vio arrastrándose hacia la puerta. Salieron rápidamente hacia el hospital de Jackson (Mississippi), pero cuando llegaron se negaron a atenderlo por negro. Tuvieron que demostrar que era el secretario de la NAACP y un activista reconocido para que consideren su atención, y, por temor a cualquier tipo de manifestación, decidieron aceptarlo. Una hora después, Evers falleció con la insólita distinción de haber sido el primer negro en ser atendido en un hospital para blancos. El asesino fue Byron De La Beckwith, un supremacista y fascista de ultraderecha, quien recién fue condenado en 1994 a cadena perpetua. Había sido absuelto en dos oportunidades a lo largo de los años anteriores y nunca mostró arrepentimiento alguno, de hecho, hasta su último suspiro siguió usando el despectivo término nigger. Por cierto, la cadena perpetua no fue tan larga como su libertad: su último suspiro fue en el 2001.
“Te dicen ‘despacio’, pero eso sólo es un problema”, canta Nina en esos versos y canaliza con ironía su rabia: “esta es una melodía para un programa que todavía no se escribió, hasta ahora… Ve despacio, recogiendo el algodón, ve despacio…”.
Esa noche que presentó este tema histórico, también era una noche trascendental en su vida porque cumplía el sueño de pisar el escenario del Carnegie Hall, y así, también, reparaba un poco esa herida que nunca cerró de no haber logrado ser la primera pianista clásica negra, para lo que se había preparado desde muy niña con jornadas diarias ultra disciplinadas y por demás extensas, incluyendo un paso por la prestigiosa escuela Juilliard. Pero su sueño se frustró luego de ser rechazada en el Instituto de Música Curtis, “tardé varios meses en darme cuenta de lo sucedido, en ver que la razón del rechazo fue el color de mi piel. Me merecía esa beca, sé que sí”.
Así y todo quería llegar a aquel escenario como sea. Su marido y mánager, Andrew Stroud, se ocupó de que así fuera, siendo, quizás, aunque parcialmente, el único gesto de respeto hacia los deseos que Nina tenía, porque también, claro, vio el negocio en que eso ocurriera, lo vio tan claro que poco le importó cuando los organizadores plantearon que no la dejarían tocar música clásica.
El clima agitado llegó justo para que esa negativa no profundice su herida. Ella, ahora, tenía otra cosa que decir: “Yo elijo reflejar la época y las situaciones que estoy viviendo, ese es mi deber, y es en este momento crucial de nuestras vidas, cuando hay tanta desesperación y cada día se trata de sobrevivir, que es inevitable involucrarse. Los jóvenes de ambas razas lo saben y por eso participan tanto”.

Nina Simone y Andy Stroud en una habitación de hotel / Búfalo, NY / Diciembre, 1964 (Foto: Alfred Wertheimer)
Stroud era un sargento de Harlem que, en palabras del guitarrista y amigo íntimo de Nina, Al Schackman, “cuando él se bajaba del auto se iban corriendo todos”. La conoció en uno de los clubes donde ella tocaba de noche. En ese tiempo, y para mantenerse económicamente, comenzaba a explorar su capacidad vocal a pedido de los dueños, porque de esta manera le pagarían más: “Lo mío siempre fue una cuestión de necesidad. No sabía que iba a dedicarme a esto. Nunca se me ocurrió que podía elegir”.
Como todo esto ocurría a escondidas de su familia, y no quería que su madre supiera en los antros dónde estaba verdaderamente trabajando, fue en aquellas noches que dio nacimiento a Nina Simone dejando atrás su verdadero nombre, Eunice Kathleen Waymon. El Nina lo tomaría de un novio que la llamaba Niña, y el Simone de la actriz francesa Simone Signoret.
Con Stroud se casaron en 1961 y tuvieron una hija, Lisa, hoy cantante y actriz. Él había dejado su lugar en la policía para dirigir la carrera de ella. “Podría ser una gran artista, la artista más grande, pero está distraída con esas cosas de los derechos y los intelectuales”, solía decir cuando le consultaban sobre las diferentes acciones que hacía o había hecho su mujer. Lo que ya de por sí explicaba todo el mundo interno erosionado que ambos compartían. “Andy me cuidaría de todo y de todos, menos de él”, diría ella, quien a medida que crecía como artista -y más hambre de libertad tenía- se enfrentaba a un Andy más feroz, con agendas exigentes que ignoraban sus pedidos de descanso, ejerciendo una explotación y una violencia, tanto física como sexual, que terminaron por hacer soltar todos los fantasmas íntimos y salvajes con los que ella intentaba lidiar.
«Supongo que aquellos que solamente cantan son más felices, pero yo no soy eso, a mí me tocó ser esto. Yo tengo que convivir conmigo, con Nina», reflexionaba irónicamente cuando veía que otros contemporáneos ganaban más o llegaban a lugares a los que ella comenzaba a costarle. En el documental What Happened, Miss Simone?, de Liz Garbus (2015), su hija diría «el problema con mi mamá es que ella era Nina Simone las 24 horas de los 7 días».
Pero, ¿quién era realmente Nina Simone? Era una mujer extraordinariamente talentosa y triste, poderosamente enojada y audaz que realmente creía que no había ninguna alternativa posible a lo que estaba haciendo, “¿Cómo se puede ser artista y no reflejar la época en la que uno vive? Siempre pensé que sacudía a la gente, pero ahora quiero sacudirla más y quiero hacerlo de manera fría y deliberada. Quiero sacudir tan fuerte a las personas que cuando salgan del club donde yo haya tocado estén destruidos. Quiero entrar en ese antro de gente elegante, con sus ideas viejas, toda su petulancia y volverlos locos a todos”.
Y eso hizo, y le costó carísimo: sus discos comenzaron a ser rechazados, censurados o eran devueltos a la distribuidora rayados y con mensajes supremacistas, ya no la invitaban a los programas de televisión por temor a lo que pudiera decir y tampoco la querían en algunos conciertos, no sólo por sus ideas revolucionarias y llamados a tomar las armas, sino que también porque pretendía que el público, cuando no era el público militante y activista, se comportase como los de la música clásica, “si no saben escuchar, les voy a enseñar, y si no quieren, se pueden ir al carajo”.
Su energía en los conciertos enmarcados con las manifestaciones y movimientos era notablemente diferente a la de las presentaciones comerciales, donde encantaba y provocaba por igual, reconociendo que podía correr ciertos límites sostenida en un talento superior, sus danzas de fuego y una sensualidad que de un momento a otro podía rozar la ternura como la ferocidad. Pero en sus presentaciones activistas, y tal vez por esa no menor diferencia de pararse, más que frente a un público, frente a sus hermanos y hermanas de lucha, se entregaba a una comunicación mutua, se volvía volcánica, y de su voz, de la fuerza de sus palabras, parecía nacer el nuevo mundo.
Durante los años 70, con el cuerpo todavía doliendo por los líderes y activistas asesinados, más los exilios y encarcelamientos de varios referentes, las corrientes revolucionarias ya no tenían el mismo fluir y comenzaba a costar la redirección de la disconformidad. Además, todavía convivía con los manejos y la violencia de su marido, y esto ahora incluía problemas legales e impositivos. Así que finalmente decidió dejar atrás lo que ella llamaba United Snakes of America (Serpientes Unidas de América), apoyó su anillo de casada sobre la mesa y se fue a vivir a Liberia, una colonia fundada por esclavos liberados de USA. “Llegué a Liberia y reconocí que había estado en una prisión física y mental, llegué a Liberia y pude reconocerme libre, llegué a Liberia y vi a Dios”, diría.
Con su nueva vida cobraba más potencia su pensamiento separatista, “los negros nunca obtendrán sus derechos si no forman su propio Estado. Y si hubiera una revolución armada, si corriera mucha sangre, conseguiríamos nuestro propio Estado. Si hubiera sido por mí, yo hubiese sido una asesina. Hubiera conseguido armas y me hubiese ido al sur a darles violencia por violencia, disparos por disparos, pero mi marido me dijo que no sabía nada de armas y se negó a enseñarme. Y también dijo que yo sólo tenía la música, así que le hice caso. Pero por mí, no estaría sentada aquí, probablemente ya estaría muerta”.

Foto Jack Robinson
Pasó un par de años inolvidables en África, serían de sus únicos momentos felices junto a los tiempos de los movimientos, pero definitivamente ya había algo adentro de ella que iba a terminar de explotar. Tuvo un fuerte ataque de violencia sobre su hija, que las distanció y significó un quiebre. También comenzó a tener grandes problemas de sociabilidad. Su depresión y sus ánimos ambivalentes sin comprensión la fueron alejando de todos.
El salto hacia los años ’80 fue fatal. Quiso volver a Suiza para retomar su carrera, pero no tenía dinero ni manera de retomar contactos. Lo acusó a su ex marido de haberse quedado con lo que ella había ganado. Él le respondía que, si ella no trabajaba, no había ingresos. Se mudó a París y acá tocó fondo, volvió a tocar en clubes y antros. La gente no creía que era ella y le pagaban como si fuera una principiante. Tenía severos problemas de conducta, estaba sin plata y todavía faltaba lo peor: le diagnosticaron trastorno bipolar.
En ese momento varios amigos, con Al Schackman a la cabeza, pensaron que lo mejor sería organizarle un regreso a los escenarios contenida, con sabor a revancha y que le permitan recuperarse económicamente, pero también en vitalidad. El punto era que, para evitar cualquier tipo de desmanes, Nina, a esta altura, vivía bajo el efecto de pastillas que le limitaban la motricidad, hablaba lento y pausado, le costaba modular y expresarse. Sin embargo, cuando se sentaba al piano, todo funcionaba de maravillas y volvía a ser la Nina de siempre, brillante y deslumbrante con una capacidad musical intacta. En unos de estos conciertos empezó a tocar una canción en su piano mientras que cantaba otra, esa grabación llegó a manos de Miles Davis que no podía entender cómo alguien había logrado eso. Volvió a salir de gira, volvieron las ovaciones y el amor del público alrededor del mundo.
En sus últimas notas, aun bajo los efectos de la medicación, seguía siendo lúcida y sincera. “Me hubiera gustado tanto ser la primera pianista clásica negra, era lo único que quería y hoy sería feliz, porque ahora mucho no lo soy”, diría en más de una ocasión. Con la rabia anestesiada, la última Nina fue una Nina visiblemente triste y nostálgica. “Mi activismo afectó mi carrera, lo sé, y no valió la pena, porque hoy no hay nada, no se logró nada, y ni siquiera hay movimientos como para que yo pueda cantarles todos esos temas. Se fueron todos, no nos dejaron a nadie, pero sí sé algo, no me arrepiento de esos años, fueron muy emocionantes, porque me necesitaban, y yo podía cantar para ayudar a mi gente y eso pasó a ser el pilar de mi vida”.
El 19 de abril del 2003, la academia que le rompió el corazón para siempre a sus 19 años, el Instituto de Música Curtis, le envió un diploma honorario. Dos días después, en Carry-le-Rouet, Francia, donde vivía hacía una década, Nina fallecía.
Hoy cumpliría 86 años, pero sigue tan viva que hace unas semanas atrás, en la entrega de los SAG Awards 2019, el actor Chadwick Boseman, luego de que Black Panther se quedé con el premio al mejor elenco, citó sus versos “To Be young, gifted and Black”. Una forma dulce y determinante de decirle a Nina que sigue siendo la voz de su gente y que sigue sacudiéndonos a todos: “Para mí los negros somos los seres más hermosos del mundo y mi tarea es despertar la curiosidad sobre nuestro propio origen, nuestra identidad, el orgullo por esa identidad. Por eso intento que mis canciones sean lo más potentes que puedan ser, para que ellos sientan curiosidad sobre sí mismos, porque no sabemos nada de nosotros, ni siquiera tenemos el orgullo y la dignidad de los africanos. No podemos hablar de nuestro origen porque no lo sabemos. Somos como una raza perdida, y yo me propongo despertar la pregunta de la identidad y el origen: ¿me gusta ser quién soy, por qué me gusta? Sí, soy negra y hermosa. Esto es lo que me lleva a mí a impulsar a los negros a identificarse con su cultura. Les quiero entregar esa esencia, ese poder de ser Negro”.

“Sí, estoy en el Carnegie Hall, pero no estoy tocando a Bach” Foto: Alfred Wertheimer
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